Pensar y ejercer el oficio de educador en una cárcel es sin lugar a duda una de las más difíciles tareas que han tenido la teoría y la práctica pedagógicas. Contrariamente a la educación para niños y niñas, para adolescentes o la educación superior, las cuales gozan de una legitimidad social incontestable, muchas interrogantes sobre la validez de la educación del presidiario emergen.

¿Debe tener un recluso el derecho a la reeducación? ¿Qué tan efectiva puede ser la reeducación de un individuo cuya moral se encuentra de alguna manera en riña con la voluntad general de la comunidad? ¿Qué connivencias o incompatibilidades tendría la educación del encarcelado con los objetivos y condiciones filosóficas y prácticas de un recinto penitenciario? En términos concretos nos preguntamos: ¿Valdrá de algo hacer el esfuerzo?

Desde la sociología, conocemos de la naturaleza social de los factores que tienden a inducir un individuo a transgredir la ley que nos representa y nos protege. ¿Qué hacer entonces de un sujeto malhechor? ¿Desahuciarlo de su propiedad social, de su proyecto vital, tirar la toalla y despojarlo así de su inalienable humanidad, con la misma que acomete el horror y con la misma que puede restituirse con valor?

Es entonces que la sociología señala a la educación como la única posibilidad que tienen las sociedades, en este caso la carcelaria, y los individuos que la conforman de reformarse. El educador tiene el compromiso de ver y aportar el albor donde no lo hay, tiene el deber de resistirse a la resignación, no importa la envergadura o gravedad del malogrado proyecto humano por rescatar. Enseñar humanidad, sobre todo en aquellos que ya han sufrido parte de su pérdida.

Indiscutiblemente el éxito que pueda devenir del tratamiento penitenciario será variable y la falta de garantías lleva a muchos a perder la fe en todo el proceso. El caso es que en nuestra experiencia es un error táctico centrar la atención del debate en el dilema de si el tratamiento penitenciario garantiza resultados perfectos o no. Proponemos, mas bien, que optar por lo recomposición del ser humano es la respuesta más sensata a la certeza de que las alternativas inspiradas en el Código de Hamurabi o peor aún, en la indiferencia, arrojan en todos los casos resultados negativos en el mediato y largo plazo para el grupo social que las favorece.