No hay ciudad más hermosa en Europa, es verdad, ni tampoco la hay más triste. No hay otra en donde hermosura y tristeza se conjuguen de manera tan íntima, tan patética. En Praga una no existe sin la otra: se buscan, se llaman, se encuentran, se tocan, conviven entrelazadas. Ambas la marcan y la definen.
Su belleza no es la de la alegría mundana, sino la del regocijo interior. Cada rincón, cada palmo, cada piedra de ella se edificaron para la contemplación y el deleite. Lejos del esplendor de luces o del tráfico cosmopolita de otras ciudades, allí te asalta la soberbia de torres y de cúpulas -prodigio de su arquitectura- que se levantan y se mantienen en lo alto, y te empequeñecen y te invitan a un humilde goce. Te entregas en sus brazos, maravillado, agradecido, trémulo de felicidad, y te dejas arrastrar por el sino de su triste hermosura.
Praga fascina y desgarra. Perplejo, uno se pregunta cómo puede fascinar y desgarrar a la vez ciudad tan bella, cómo pueden convivir en íntimo enlace, sin separarse, la magia y la melancolía. ¿Dónde reside el secreto de su maleficio? ¿Acaso en las contingencias de su historia reciente?
Si hay una ciudad en Europa en donde la historia –esa carrera atropellada de cinismos- ha mostrado su fracaso, esa ciudad es Praga. Porque Praga ha sido una herida abierta en el corazón del viejo continente, una larga y profunda herida que ya empieza a cerrar. La historia se ensaña contra ella, la somete, la golpea, intenta reducirla a cenizas; firme, indoblegable, poseída solo de su belleza, la ciudad le resiste. Ha sobrevivido a sus temibles embates: sacrificada y entregada, no fue destruida por la última gran guerra, mientras otras ciudades europeas (Berlín, Dresden, Varsovia, Budapest, Belgrado) eran convertidas en escombros. Invadida, ocupada, liberada; después veinte años de oscuros procesos; de nuevo invadida, y luego veinte años más de silencio “normalizado” en el olvido. Y hoy el despertar, la inquietud, la incertidumbre: ¿Hacia dónde vamos? ¿Volverán a soplar aires de nuevas primaveras?
A todo sobrevive esta ciudad: a la furia invasora de los ejércitos, a las ideologías epocales, a la retórica oficial y aun a su propio culto y leyenda. A lo que nunca podrá sobrevivir es al desencanto y la desesperanza.
“Capital de las defenestraciones”, le llama Milan Kundera. Ciudad del olvido, de memorias sepultadas, de purgas y exilios, de escritores y poetas largo tiempo prohibidos. Defendida por cientos de torres, ¿quién la defenderá de su infinita melancolía?
Irónica, contempla sin entusiasmo el ir y venir de las cosas, el curso de los nuevos tiempos, las estériles polémicas de nuevo este siglo. Sabe que ya nada podrá alcanzarla y que la historia nada tiene que enseñarle.
Y así, infinitamente bella y triste, inmutable y escéptica como un viejo sabio, Praga arrastra su maleficio, conoce las trampas de la historia, ve al tiempo correr y a los hombres soñar, luchar y morir, mientras atalayada atraviesa las edades y sus afanes.
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Treinta años después la ciudad ya no es la misma. Ya no es triste ni sombría, como cuando allí reinaba Rodolfo de Habsburgo o como en tiempos de los rojos burócratas. Ahora la atestan turistas, empresarios, gánsteres; la iluminan luces de neón y vallas publicitarias y pantallas electrónicas. Ha probado el agridulce sabor de las libertades y las trampas del mercado. Ha conocido las contingencias de la historia y sobrevivido a los mitos seculares. Ha visto cómo sueñan, luchan y mueren los hombres mientras corren como locos tras su prometida porción de felicidad. Y aún sigue arrastrando su maleficio.
Tres décadas atrás aquella ciudad era un hervidero de ideas y emociones. Se había desatado el huracán de noviembre. Se celebraba el triunfo del espíritu, una nueva generación asumía por fin su lugar en la historia, se recuperaban libertades confiscadas, se abrían las puertas y ventanas del futuro, y se cerraban las heridas abiertas del pasado, y de pronto se volvía a soñar y a vivir y a amar, y nacía la esperanza en un nuevo orden y un entusiasmo desbordante que todo lo llenaba. No recuerdo días más hermosos, ni tardes más cálidas, ni jornadas más intensas, ni muchachas más bellas, ni rostros más brillantes.
Aquella ciudad fue por años el espacio de mi soledad y mi desarraigo, otra circunstancia más para perderme y recuperarme en interminables rondas. Me fascinaba y me desgarraba, me acogía y me excluía. Yo sabía que para ella no sería nada más que un extraño, que nunca le pertenecería por completo, que llegaría el día en que ya no tendría nada más que darme y yo tampoco podría darle nada, y que entonces debería abandonarla, marcharme de ella para siempre, pues habría llegado el tiempo del adiós. ¡Oh Praga!, ¿cómo podías darme tú lo que el universo entero me negaba?
Ahora ha pasado el tiempo, treinta años ya. La euforia original ha remitido, porque todo debe remitir, todo, para ceder inevitablemente su lugar al desencanto o al realismo. Muchas expectativas han quedado insatisfechas o frustradas. Y hoy es ineludible enfrentarse a la realidad de los hechos, al comercio vulgar de las cosas y los valores, al vivir día a día, despojado de mística y de hermosos ideales, aferrado a la “nada de las cosas humanas”. Hoy es preciso reconocer que el fracaso reposa en la naturaleza misma de las cosas y que todo, absolutamente todo cuanto existe (también las revueltas y las revoluciones) está destinado desde su origen mismo a pervertirse y degradarse.
Cuando recuerdo aquellos acontecimientos en Praga no puedo evitar sucumbir a la nostalgia. Hoy, en esta distancia insuprimible, vuelvo a ver al becario que fui, al extranjero perplejo, al caribeño solitario que no entendía nada de lo que ocurría a su alrededor, confundido en medio de una revolución que no era la suya, sorprendido entre la multitud eufórica que marchaba por las calles de la vieja Praga y se concentraba en la plaza Wenceslao y coreaba consignas y levantaba las manos y hacía sonar las llaves. Me veo a mí mismo, más joven y más vivo, veo a tantos otros a mi lado soñando con un mundo mejor, y me pongo nostálgico. Y aunque sé que toda nostalgia es siempre deseo de algo o de alguien ausente, siento también que es el único recurso al que podemos apelar todos los que alguna vez tuvimos la dicha de vivir algo hermoso.