Cada vez las personas ingresan más jóvenes a la universidad y al mercado laboral. Todos los días nos asombramos de alguien que ha conquistado un puesto socialmente relevante a una edad que hace solo tres décadas habría sido considerada casi infantil. Hay de hecho nichos profesionales que a estas alturas se consideran vedados para personas mayores de cuarenta años. La publicidad nos vende todo el tiempo la apariencia joven como aquello a lo debe aspirarse. Por todas partes palabras tan esenciales como felicidad, vigor, salud y plenitud han pasado a presuponer la condición de ser joven o de parecerlo a cualquier precio. En fin, la juventud se nos ha vuelto un valor, ese es el signo de los tiempos.
Lo heroico que señala el título, sin embargo, no recae sobre esa precocidad galopante sino sobre el extremo contrario de la cadena vital. Desde mi punto de vista, reposa en quienes nacieron en los años cincuenta (o antes) del siglo que, no sin cierto desdén, llamamos pasado. Parias en un tiempo para el cual no fueron preparados, inmigrantes de una época clausurada, quienes hoy giran alrededor de los sesenta (pocos años menos, a veces muchos más), han tenido que afrontar todos los riesgos y todos los desplantes que reciben quienes llegan a un lugar al que apenas si pertenecen. Pocas veces se suele poner atención sobre ese desarraigo, y cuando los sociólogos, psicólogos o culturólogos lo hacen, es para decirnos que la experiencia adquirida con tanto esfuerzo ya no ofrece respuestas adecuadas para el inquieto presente.
Durante los años sesenta y setenta (incluso antes), esa generación fue educada a golpe de cincel, como si el mundo en que vivía fuera a ser eterno. Se les formó bajo el concepto de que tener información era ser culto, de que el libro impreso y su lectura lineal eran la cumbre de la comunicación, de que lo perdurable constituía el valor esencial de la existencia humana. Se hablaba entonces de “mi casa” para referirse al lugar donde se nacía y se moría; de “mi biblioteca” como el mejor índice para mostrar la fisonomía intelectual de alguien; de “mi familia” en tanto prueba esencial de pertenencia, etc. Todo aludía a una movilidad social reducida, mientras cumplíamos el lento y trabajoso proceso que nos convertía en adultos mayores.
Cierto que los viajes al espacio o el fulgurante desarrollo de la televisión emitieron señales de alarma mientras transcurrían los años sesenta, pero ese devenir pareció ser coherente con el lento tiempo de la tradición en que se vivía, cuando aún los ancianos eran el respetado consejo que guiaba a la tribu y las utopías sociales de libertad y soberanía nacional deslumbraban a todos.
Los años ochenta hicieron quebrar esa ilusión de segura continuidad. Poco a poco lo perdurable fue sustituido por la fugacidad. Los medios digitales de comunicación y sus códigos asociados impusieron la fragmentación y el pastiche como formas de abordar y entender la realidad. La información quedó bajo la custodia de los equipos electrónicos y al alcance de un golpe con el dedo índice. Los aparatos se acoplaron como prótesis a nuestros cuerpos para romper la noción de espacialidad y atomizar el sentido de pertenencia. No basta con decir que todo cambió, es más justo admitir que lo novedoso se impuso como una razón de vida, como una filosofía de existencia, como una droga que es necesario consumir todos los días, y los que entonces rondaban los cuarenta o más tuvieron que rehacerse sobre la marcha para no quedar obsoletos y abandonados a la orilla del camino.
Todo esto podría parecer una exageración para quienes consideran que cambiar de la máquina de escribir al ordenador es solo un asunto de equipos con posibilidades diferentes, una asunción entusiasta del progreso. Pero si entendemos que el nuevo código cultural asociado al aparato ordenador moldea nuestras formas psíquicas superiores y, por tanto, transforma nuestras maneras de razonar el mundo, entonces quedará claro a qué traumas nos estamos refiriendo. Para esa generación que había nacido en los cincuenta o antes fue como pasar del Renacimiento al siglo XIX, pero en solo unos años.
La humanidad no hará un monumento a esa edad sorprendida entre dos mundos. Es más, se olvidará de ella en la misma medida que la actual brecha generacional desaparezca y las sucesivas generaciones crezcan sin desarraigo alguno, en armónico diálogo con las nuevas y vertiginosas formas de ser y percibir. Por eso, antes de que sea tarde, quiero reconocerle a tanta gente el coraje de haber sabido reinventarse frente a cada nuevo reto. Ese es el heroísmo cotidiano al que me refiero.