Siempre alerta, la muerte acecha para en su momento recordarnos no solo la inexorabilidad de la condición humana sino también, paradójicamente, el panorama existencial de quien ha partido; a su vez, el sufrimiento que provoca dicha pérdida a los sobrevivientes será subsanado a través del relato, oralmente narrado o íntimamente protegido, de cada uno de los sucesos que conformaron nuestra relación con el fenecido. Así, rememoramos nuestra madre como hijos, al hermano con las expresiones particulares al amor filial, y al amigo a través de las experiencias compartidas. Recordar (o mejor aún, no olvidar) a quien ha muerto, en suma, es la más fiel y pura revelación de admiración hacia tal persona y hacia su trayectoria como legado de cuanto nos entregó mientras vivió.
En la Antigüedad egipcia aún después de morir, los ciudadanos se resistían a abandonar el entorno, los rincones de la naturaleza y la concepción de lo divino que en vida sostuvieron; tal fascinación (o preocupación) sobre la muerte y el destino del fenecido consolidó en dicha civilización un poderoso corpus filosófico y místico mejor expresado en los textos y papiros del Libro de la muerte. Aquellos hombres entendían que toda persona estaba constituida por tres partes: el cuerpo, el ka y el alma. El primero vivía en la realidad pasajeramente; el ka, por su parte, conformaba la fuerza vital que sobrevivía después de la muerte y quedaba en esta vida. El alma, por último, estaba representada por los sentimientos y las acciones y no solo era inmaterial sino más que nada, inmortal.
Posterior a la desaparición del individuo, esa alma emprendía un viaje al más allá para ser juzgada, y a partir de ahí, de ser afortunada, podía permanecer entre los vivos para siempre guiando sus caminos con la autoridad de quien no provocó males ningunos. En consecuencia, se intuye entonces que según los preceptos egipcios serán las acciones del desaparecido las que le harán inmortal, y nuestros recuerdos, por ende, deberán transformarles en símbolos perennes a imitar. Ya se ha dicho que son pocas las culturas que han entendido a la muerte como fenómeno eminentemente aleccionador con la profundidad y practicidad que este pueblo mostró, de ellos decididamente, debemos aprender cuando de los menesteres Tánatos se trate.
Estas lucubraciones han sido motivadas por la reciente desaparición física de un excepcional ser humano cuya muerte, víctima del silencio resultante de la desafortunada transformación de los códigos que rigen la sociedad nacional contemporánea, lamentablemente ha pasado desapercibida. Es por tal razón que pretendemos con estas notas rescatar y preservar su ka y su alma; porque entendemos es nuestra obligación señalar a los más jóvenes los verdaderos valores y ejemplos con los cuales deberán intentar sanar nuestra ya maltratada madeja social. Hablo aquí de Victoria Sánchez de Peralta, fallecida en Santiago hace unos días tras 91 años de dedicación al saber, la educación y al más profundo humanismo que como azuana nacida en la humildad nunca abandonó a pesar de su exitosa carrera.
Observamos con estupor cuánto se escribe y cacarea diariamente en este país surrealista sobre temas vacuos y personajes nefastos mientras muy pocos se enteran de la partida de importantísimos miembros de generaciones de dominicanos y dominicanas dignos como esta incomparable mujer, una de las más brillantes profesionales médicas de la nación. La doctora Peralta, como la conocíamos sus alumnos de la PUCMM, fue el ejemplo de la ética, la docencia y excelencia científicas en su más acabada expresión. Patóloga pionera entrenada en EE. UU., previamente galardonada en la Escuela Normal de Señoritas Salomé Ureña y en la Universidad Autónoma de Santo Domingo en las postrimerías de la década de los 50, tras retornar al país dedica el resto de su vida al ejercicio de una especialidad a la sazón muy poco desarrollada en el territorio nacional y en la región norte desempeñándose como la primera patóloga del área tanto en centros privados como en múltiples hospitales de Santiago en los cuales eventualmente llegó a convertirse en Jefa de sus respectivos departamentos de Anatomía patológica.
Junto a su esposo, el radiólogo Andrés Peralta Cornielle, la doctora Peralta estableció su práctica médica en la Clínica Corominas de aquella ciudad institución de la cual ambos fueron fundadores; trabajó además en los hospitales Cabral y Báez, Arturo Grullón y en el Instituto Oncológico Regional del Cibao. Durante varios lustros de actividad académica educó a generaciones de estudiantes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y de la PUCMM recinto Santiago donde dirigió las cátedras de patología, citología, biología, inmunología y genética humana. Recibió además la merecidísima distinción de “Maestra de la Medicina” a manos de la desaparecida Asociación Médica Dominicana, el título de “Dama de la patología dominicana” de la Asociación de patólogos dominicanos, gremio que dirigió en dos ocasiones, y la Medalla de honor al mérito otorgada por el Gobierno en ocasión del día Internacional de la mujer en 2003.
A doña Victoria ―Marina, para su círculo familiar― la conocimos, la quisimos y admiramos muchos años antes de nuestra entrada al mundo de la medicina por haber sido la insustituible madre de Víctor Emilio, su hijo mayor y entrañable compañero de estudios lasallistas en aquel Santiago de los 60. Mocosos ingenuos y felices sin Instagram ni Facebook, todos éramos hijos de las madres de la Asociación de padres del Colegio, y “la doctora” era una de nuestras preferidas sobre todo cuando nos acogía sonriente en el patio de su residencia. Allí correteábamos alertas advertidos por su segundo hijo Jorge a fin de no maltratar los muchos árboles que todavía la pueblan mientras jugábamos a “libertad” en el kaki y el azul del Colegio De La Salle.
Insistimos en que, si bien es cierto que preservar las memorias de quien ha muerto es la mejor manera de mantenerle vivo entre nosotros, no menos cierto es que imitarle deberá constituir nuestro más prioritario propósito a fin de reproducir trayectorias que como la de la Dra. Victoria Sánchez de Peralta, solo acontecen de vez en cuando. Vidas ejemplares que no quepa duda nuestros hijos e hijas deberán emular y preservar a pesar de la engañosa fugacidad de las estelares trayectorias que ellas nos dejaron en este mundo de los vivos.
Para los hijos de Doña Victoria ―los Peralta― con quienes generacionalmente crecí (Víctor Emilio, destacado pediatra residente en Nueva York, Jorge Manuel, reconocido cirujano oncológico en Santiago y Alberto Andrés, mejor psicólogo), apenas resta entregarles de todo corazón palabras de aliento y admiración como afortunados vástagos de una madre y mujer ejemplar. A la doctora, nada más que un merecidísimo respeto y mi eterno agradecimiento por haber sido profesora de profesoras; a los Peralta les regalo también las meditaciones del poeta Luis Eduardo Aute a las que usualmente me aferro cuando la malvada parca nos maltrata el alma enrostrándonos muertes de las que nunca quisimos ser testigos: Cómo se mide la vida/ si son lo mismo un segundo y un siglo de luz/ si entre la noche y el día no hay más lentitud que la distancia de un tono a otro tono de azul/ Qué hermosa broma del azar nacer de la inmensa oscuridad para, al instante, volver a la tiniebla otra vez/ La vida es verla pasar como una estrella fugaz…