Al analizar el papel del Estado en la economía, Juan XXIII escribió que uno de sus deberes es intervenir a tiempo a fin de contribuir a producir bienes en abundancia. Además, dijo, constituye una obligación del Estado “vigilar que los contratos de trabajo se regulen con justicia y equidad” y que en los ambientes laborales “no sufra mengua ni el cuerpo ni el espíritu, la dignidad de las personas humanas”.
Está claro, sin embargo, que el rechazo de la acumulación de riquezas por particulares, planteada en infinidad de documentos oficiales de la Iglesia, se aplica igualmente al Estado o al Gobierno. En efecto, la norma de fijación del ámbito de esa intervención gubernamental es el principio de la subsidiariedad, que ya había enunciado Pío XI en Cuadragesimo Anno y que ha servido de guía a los papas sucesivos. En esencia, este principio de subsidiariedad reconoce únicamente el derecho del Gobierno a hacerse cargo de iniciativas necesarias para proteger la justicia, en todos los órdenes que excedan en todo caso la capacidad de los individuos o grupos privados. En palabras de Pío XI, el Gobierno finalmente “debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social pero no destruirlos o absorberlos”.
En su libro “La Doctrina Social de la Iglesia”, C. Van Gestel profundiza en la posición oficial del Vaticano sobre la propiedad y el rol del Estado frente a la misma. “Como este derecho se deriva de la naturaleza”, dice, “el Estado no puede abolirlo. Al contrario en la organización del régimen concreto de la propiedad, deberá considerar la naturaleza como el fundamento designado por Dios del orden social y del mantenimiento de los derechos personales”. Y afirma que el estatuto jurídico de la propiedad no debe concebirse como un orden estático inmutable, sino inspirarse “en las exigencias del bien común y adaptarse a las condiciones cambiantes de la realidad social”.