Como afirman los grandes e ilustres maestros Pablo Lucas Verdú y German Bidart Campos, no basta “tener” Constitución para tener un Estado Constitucional sino que se requiere, además, “vivir” en Constitución, es decir, tener una “living Constitution”, que sea real y efectivamente vivida por las personas, que haga que el Derecho Constitucional de los libros (“law in the books”) se vuelva un Derecho en acción (“law in action”). Esto requiere, ante todo, jueces dispuestos a aplicar esa Constitución viva a la resolución de los casos que se someten a su jurisdicción. El Derecho Constitucional vivo es, sobre todo, un Derecho de aplicación y creación jurisprudencial, aun en un país del sistema romano-germánico, o sea, de Derecho legislado y escrito, como es el caso de la República Dominicana. Sin embargo, si bien es cierto que no puede vivirse en Constitución sin jueces que cotidianamente apliquen la Constitución, no menos cierto es que no puede haber jurisprudencia constitucional en el vacío dogmático, en la tierra de nadie doctrinaria. Allí donde no hay una doctrina constitucional crítica, y recordemos que el Derecho Constitucional es fundamentalmente ciencia crítica, no evolucionará positivamente la jurisprudencia, no habrá retroalimentación, no habrá mutuo aprendizaje ni dialogo doctrina-jurisprudencia.

Y es que para que el Derecho Constitucional, y, en sentido general, el Derecho Administrativo y todo el Derecho Público sea un instrumento que permita, parafraseando a Juan Bosch, llevar al Estado, y en especial a la Administración, a su propia legalidad, domesticando así ese gran Leviatán (Hobbes) u ogro filantrópico (Octavio Paz) que es el Estado, y sometiéndolo a Derecho, como quiere y manda el artículo 138 de la Constitución, se requiere no solo una Constitución y leyes que la desarrollen, así como un Estado y una Administración Pública eficaz y una ciudadanía debidamente empoderada, sino también una doctrina, una dogmática jurídica que, como ciencia crítica, sea capaz de interpretar adecuadamente el ordenamiento jurídico-público-administrativo y ayudar a los jueces a resolver las contradicciones, a llenar los vacíos legislativos y a disminuir las ambigüedades en el sistema de fuentes del Derecho. Si es cierto que bastan “sólo tres palabras del legislador para destruir bibliotecas enteras”, como afirmaba el jurista alemán Eberhard August von Kirchmann, no menos cierto es que una ley mediocre puede ser rescatada, para usar las palabras de Néstor Pedro Sagues en referencia a la legislación procesal constitucional, “por abogados, calificados y decentes, como por una jurisprudencia rectora”, en tanto que una ley “de calidad, a la inversa” puede ser desnaturalizada y degradada “por malos operadores”.

Una parte de la doctrina del Derecho Público dominicano ha sido casi siempre una “dogmática del Estado” en una doble vertiente: por un lado, solo le preocupan las cuestiones atinentes al poder (la organización de los poderes públicos, sus potestades, como un ciudadano es elegible a un cargo público, cual es el estatuto de los funcionarios públicos, etc.) y hace poco caso a lo que tiene que ver con los derechos fundamentales, cómo se protegen los mismos, cómo pueden ser legítimamente limitados, cómo resolver los conflictos entre derechos, todo ello así a pesar de que Roberto Gargarella considera que la parte de los derechos en nuestras constituciones iberoamericanas es hipertrofiada, en contraste con lo atinente a la organización del poder, que resulta notablemente subdesarrollada, olvidando de ese modo el constitucionalista argentino que los Estados constitucionales son más garantistas mientras más y mejor protegidos tienen los derechos de sus ciudadanos. Por otro lado, lo que no es menos importante, es una doctrina que, temerosa de tomar posición ante temas que resultan polémicos o que enfrentan segmentos fundamentales de la organización de los poderes públicos y fácticos, prefiere esconderse como avestruz ante el peligro de temas controversiales que obligan a todo doctrinario responsable a dar opinión. Se trata de una doctrina expresada mayoritariamente en artículos, publicados en la prensa, en los medios digitales o en revistas especializadas, pero que rara vez se concreta en tratados o manuales para estudiantes y profesionales del Derecho. La aversión a expresarse en estos exigentes géneros de la literatura jurídica no se debe a que se trate de una doctrina ágrafa, de tertulia, o que los doctrinarios se nieguen a sacar tiempo de su ocupada agenda profesional para escribir. No. Se trata, en realidad, de otra cosa: algunos juristas temen poner por escrito en un manual sus posiciones jurídicas, pues eso los compromete para el futuro, porque les impide poder impunemente zigzaguear de un lado para otro en los tribunales. Es más fácil sentarse como un francotirador a esperar cómo la manualística evoluciona conforme los cambios jurisprudenciales para acusarla luego, con argumentos ad hominem e insultos a troche y moche, de oportunista o de hacer un uso estratégico del pensamiento jurídico. 

Pero la característica principal de esta doctrina es su miedo ancestral –que se remonta a la época de algunos asustadizos asesores jurídicos de la corte del tirano Rafael Leónidas Trujillo- a enfrentar los temas medulares y polémicos del Derecho Público, que es donde se la juega efectivamente el Estado Constitucional y los derechos de todos. ¿Qué ha dicho esta doctrina de la autoritaria y anti-garantista pretensión de Proconsumidor validada por el Tribunal Superior Administrativo y la Suprema Corte de Justicia de que puede imponer sanciones a pesar de que su ley no le reconoce expresamente potestad sancionadora como exige tanto la Constitución como la Ley 107-13? ¿Qué piensan estos doctrinarios avestruces de la magnífica jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre los órganos extrapoder y el Banco Central como organismo regulador de rango constitucional y la exigencia constitucional de organismos reguladores independientes? Son algunas de las muchas cuestiones que los juristas avestruces del Derecho Público se niegan irresponsablemente a abordar.