Visten de realidad sus declaraciones, maestros, como lo son, de la absoluta verdad, dueños de todo lo humano. Están lejos de Cusa y cerca de Balaguer (de Escrivá, aunque también del político). Usan la ciencia para decir religión. Se parte de correlaciones para vender lazos causales. El fanatismo se ampara de datos para hacer ficción. Descontextualiza, descontextualiza, que algo queda.
Desde esa retórica alambicada y reaccionaria, en la que prima la jactancia, la ufanía y el desdén, viene a dar una solución eliminando la pregunta. Salvemos a ambas, dice. ¿Olvidamos acaso que no siempre es posible, que la supervivencia del uno puede significar la muerte o el perjuicio duradero del otro?
Son expertos de la comunicación. Hablan de pro-aborto como si existieran grupos que abogan por la aplicación sistemática del aborto, cuyo luciferino objetivo no fuera otro que el de exterminar la raza humana. Pongamos los puntos sobre las íes y digamos que lo que se defiende es el aborto como legítima opción (pro-choice). Que el problema tiene múltiples aristas y que no hay solución prêt-à-porter. Que se admite no hay respuestas correctas sino opciones de vida, y que por ende la difícil opción le pertenece a la persona directamente concernida, la madre.
Avezados como lo son, se autodenominan pro-vida, a pesar de tener siglos decidiendo quiénes deben morir. Se escudan con sus datos deformados, sabiamente presentados o con el ad hominem con el que desde su posición de autoridad tratan a los grupos que defienden la libertad del individuo a decidir sobre su vida personal y privada. Se entienden los jueces legítimos de la moral del mundo y del bienestar social, porque sólo ellos distinguen el bien del mal.
Esconden sus trapos sucios, y cuando se les escapa en público alguna flatulencia, se cubren en la perfecta excusa: no somos más que simples hombres, nos disculpamos. Con eso basta y se sienten exentos. ¿Qué decir de los siglos ocultando crímenes, si tienen sus infractores favoritos?
Aún así, dicen conocer la verdad sobre lo privado y ser autoridad espiritual. Prescriben las fórmulas que dan acceso al Paraíso y a la vida eterna. En efecto, son hombres, pero hombres con poder. La construcción de creencias construye poderes.
Con discursos crispados y alarmistas defienden el status quo, pero no digamos que es una cuestión política. Que prima la nostalgia del Estado religioso. Que el Estado laico sigue siendo un ideal. Nada decimos sobre las leyes de Dios, pero ellos todo pueden decir sobre las leyes del Estado, porque su reino sin poder no tiene sentido.
Pretenden el monopolio de la moral, que también es poder, con la que determinan caprichosamente como inmoral las elecciones sexuales de ciertos grupos sociales. Los descalifican por el recurso que hacen al lobby para reivindicar sus derechos, pero no hablan del propio lobby, de su participación en la política que no podemos ver.
Pero la historia está allí. Basta mirar atrás y preguntarse ¿Cuándo han estado ellos del lado del progreso de las sociedades? Muchas víctimas responderán.