El pasado martes, movimientos cristianos, católicos y protestantes, se movilizaron frente al Congreso Nacional para presionar a favor del proyecto de ley que prohíbe el aborto bajo toda circunstancia.
Estos movimientos han planteado el problema en términos de dicotomía: Los que están a favor de la vida contra los que promueven una cultura de la muerte.
Pero no es cierto que quienes defiendan el aborto en determinadas circunstancias promueven el asesinato, ni niegan el valor de la vida. Cuando una persona defiende, por ejemplo, que debe contemplarse abortar si está en peligro la vida de la madre, precisamente se está contemplando la vida de un ser humano, en este caso de la mujer y las posibles consecuencias negativas que de su muerte puede derivarse para un tercero, en caso de que ésta tenga hijos.
La modificaciones sugeridas al proyecto de ley por parte del presidente de la nación y por numerosos movimientos de la sociedad civil abre la posibilidad, inexistente hoy en nuestro marco jurídico, de que un médico pueda tomar la decisión explícita de salvar la vida de una mujer cuando un embarazo amenace su vida sin que el galeno se vea expuesto a ser encarcelado o a arruinar su carrera profesional.
Defender absolutos tiende a generar actitudes fanáticas, violentas y totalitarias. Usualmente, estas actitudes carecen de realismo, se basan en una imagen de la experiencia humana que no se corresponde con la práctica cotidiana de las personas.
En el caso concreto del aborto, rechazarlo bajo toda circunstancia no tiene ningún otro fundamento real que no sea de carácter religioso. Y aquí surge otro grave problema que amenaza las bases de la construcción de una sociedad democrática moderna: Ninguna ley debe establecerse en una sociedad plural basándose en los criterios de una comunidad religiosa particular. Las autoridades de una determinada institución religiosa tienen todo el derecho a pretender regular la vida de sus fieles, pero no pueden dar carácter constitucional a sus concepciones del mundo, debido a que en una sociedad democrática moderna coexisten ciudadanos de diferentes concepciones ideológicas -incluso contradictorias- y el Estado debe regular la coexistencia pacífica entre todos sin privilegiar a ninguna de esas concepciones.
Lo que está en juego en la disputa sobre el aborto no es solo el problema metafísico de qué es la vida, ni el problema científico de dónde comienza la vida, sino también, el problema filosófico de cómo conformar una sociedad abierta y no una sociedad aparentemente democrática sustentada en principios teocráticos.