En la actualidad es indudable que Kelsen ha sido el gran triunfador en la polémica sostenida contra Schmitt sobre quién debe ser el defensor de la Constitución. Y es que, en la mayoría de los ordenamientos jurídicos, como es el caso de la República Dominicana, el constituyente ha preferido adoptar la jurisdicción constitucional concentrada en un órgano ad hoc creado esencialmente para "asegurar el ejercicio regular de las funciones estatales" (Kelsen, 109). Es decir que se ha optado por aplicar las ideas kelsenianas sobre el guardián de la Constitución, incorporando un tribunal constitucional para garantizar la supremacía constitucional, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales. En palabras del Tribunal Constitucional dominicano, el objetivo esencial de estos órganos consiste en "sancionar las infracciones constitucionales" (TC/0173/18 del 18 de julio de 2018).
Las ideas de Kelsen se materializaron inicialmente en la Constitución austriaca de 1920 y luego se expandieron a España (1931), Italia (1948) y Alemania (1949), a los cuales se adhirieron posteriormente los países de Europa del Este (Hungría en 1989, Croacia en 1990, Bulgaria en 1991, República Checa y Estonia en 1992, entre otros). En América Latina, el primer intento de un tribunal constitucional se realizó en Cuba con el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales (1940), sin embargo, es a través de la creación de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala (1965) que se incorpora en el continente el primer tribunal constitucional autónomo. El modelo kelseniano fue adoptado posteriormente en Ecuador (1967), Chile (1971), Perú (1979), Colombia (1991) y Bolivia (1994), siendo el Tribunal Constitucional dominicano el más joven de América Latina (2010).
Siendo esto así, es evidente que la mayoría de los países iberoamericanos, incluyendo los países de Europa Occidental, han preferido incorporar una jurisdicción constitucional en sus sistemas jurídicos a diferencia de atribuir la protección de la supremacía constitucional al "Reichspräsident", tal y como planteaba Schmitt. En efecto, para el jurista alemán, la demanda de un custodio y defensor de la Constitución es, en la mayoría de los casos, indicio de una situación crítica o de excepción en el ordenamiento constitucional que requiere de la intervención del "Reich", pues es éste quien posee la facultad de decir en caso de excepción y, en consecuencia, es quien monopoliza el poder político para proteger a los ciudadanos de "los enemigos externos y del desorden interno". En síntesis, para Schmitt, el Poder Ejecutivo representa "un poder neutral, mediador, regulador y tutelar", es decir, un árbitro imparcial que se encontraba por encima de los conflictos y las clases que afectaban a los demás órganos políticos.
En palabras de Carlos M. Herrera, en el "Reichspräsident", según la teoría del jurista alemán, "se materializa la aclamación del pueblo de manera unitaria como forma de representación democrática por excelencia, contrariamente al parlamento, que es expresión de una voluntad dividida por los diversos intereses que representan los partidos políticos" (Herrera, 1994).
Frente a esta idea de Schmitt, Kelsen sostiene que considerar al "Reichspräsident" como un "pouvoir neutre" constituye un intento de Schmitt para restaurar la vieja doctrina del constitucionalismos monárquico, de modo que lo correcto es partir de la idea de que es la norma fundamental que crea la autoridad para ejercer coactivamente el poder político. Por tanto, si la autoridad y el poder político provienen de la norma, es evidente que se requiere de un órgano concebido exclusivamente para proteger y defender el orden constitucional, a fin de evitar las violaciones constitucionales de los órganos titulares del poder político. En definitiva, para Kelsen, "nadie puede ser juez de su propia causa", de modo que se requiere de la creación de un tribunal constitucional para controlar la regularidad de las funciones estatales. Esta idea de Kelsen, como bien señalamos anteriormente, es la que predomina actualmente en los ordenamientos constitucionales iberoamericanos, así como en algunos países de Europa Occidental.
Ahora bien, si bien es cierto que la teoría kelseniana ha prevalecido sobre las ideas de Schmitt y que, además, hoy en día es incuestionable la importancia de los tribunales constitucionales para garantizar la supremacía constitucional, no menos cierto es que la polémica suscitada entre estos dos grandes maestros como consecuencia del caso de Otto Braun en contra del entonces Reich alemán aún no ha finalizado. Y es que, detrás de la idea descabella de Schmitt de considerar al Poder Ejecutivo como un poder neutro para defender el orden constitucional, preexiste la preocupación legitima de éste de que el tribunal constitucional pueda convertirse en un "árbitro y señor de la constitución, produciéndose así, el peligro de una doble jefatura del estado" (Lombardi, 16). Es decir que el órgano constitucional quede revestido de un poder político tan excelso que termine convirtiéndose en el soberano del Estado.
Esta preocupación de Schmitt con respecto a la gran discrecionalidad que posee el tribunal constitucional como "máximo y último interprete de la constitución" (TC/248/13 del 10 de diciembre de 2013) es compartida en cierto punto por Kelsen, quien, si bien reconoce que la creación del tribunal constitucional es necesaria para garantizar la supremacía y el orden constitucional, no deja de advertir que la Constitución debe abstenerse de "todo tipo de fraseología", pues, de lo contrario, estaría en peligro la certeza del derecho y también la democracia. En sus propias palabras, los principios como la libertad, la igualdad, la justicia y la moralidad podrían interpretarse "como directivas relativas al contenido de las leyes (…) y, en este caso, el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente insoportable" (Kelsen, 142).
La vigencia de la polémica entre Kelsen y Schmitt recae justamente en que la mayoría de las constituciones iberoamericanas, incluyendo la Constitución dominicana, se encuentran permeadas de principios y valores que permiten al órgano constitucional asumir una función de legislador positivo. De esta manera, como bien explica Schmitt, se le transfiere de forma indirecta a los jueces una decisión en materia política que indudablemente altera su posición constitucional. Frente a esta realidad, es indudable que se requiere de un mayor grado de autocontención y deferencia por parte de los tribunales constitucionales a los órganos legislativos, pues, a fin de cuentas, son éstos los llamados a representar al soberano. La pregunta que entonces debemos hacernos es: ¿cómo fomentar ese diálogo entre los tribunales constitucionales y los órganos legislativos? La respuesta a esta pregunta requiere de ciertas matizaciones que serán abordadas posteriormente en un nuevo artículo.