El proyecto de Código Penal ha generado un debate nacional que constituye un hito histórico en la democracia dominicana. Este debate tiene dos grupos predominantes de interlocutores. El primer grupo, en el que se incluye el autor, aboga por un código avanzado que proteja de forma igualitaria a todas las personas frente al delito de discriminación, incluyendo la orientación sexual e identidad de género como características protegidas del derecho a la igualdad ante la ley y de no discriminación, el cual está consagrado en la Constitución y los Tratados Internacionales Derechos Humanos ratificados por el país.

El segundo grupo promueve la versión actual del proyecto, cuyo artículo 187 facilita y justifica la discriminación generalizada, especialmente contra las personas LGBTIQ, ya que dicha versión excluye la orientación sexual e identidad de género de la protección legal del código, lo cual es contrario al derecho de igualdad ante la ley. Este último grupo también “se opone” a las causales para la interrupción del embarazo. La justificación que este grupo suele presentar en apoyo de sus posturas prejuiciosas, son “sus creencias religiosas y el ejercicio de su religión” en función de un discurso gremial radical.

Al margen de todas las falencias técnicas del código, los vicios constitucionales más graves recaen en dos puntos nodales que son: (a) la problemática de la discriminación generalizada y (b) la discriminación e invisibilización de las personas LGBTIQ. En este contexto, es evidente que el estancamiento de la pieza en el Congreso no obedece a la complejidad jurídica de estos puntos, sino que es una consecuencia directa de la influencia perniciosa y antidemocrática de la religión en los temas de Estado en el país.

Los legisladores dominicanos deben entender que no están en el Congreso para perpetuar sus creencias personales o religiosas, como tampoco para reforzar los intereses o privilegios de la mayoría, sino que su obligación, según el numeral 4 del artículo 77 de la Constitución, es representar a todo el pueblo. El pueblo dominicano es diverso, cuyos sujetos tienen distintas orientaciones sexuales (heterosexuales, homosexuales, bisexuales, asexuales+). Este pueblo no es sólo binario (hombres y mujeres cisgénero), sino que exhibe distintas identidades y expresiones de género (transexuales, transgénero, intersexuales y otres). Este pueblo no tiene un sólo color de piel o etnia, sino que es multiétnico. No es sólo católico o evangélico, sino que también es multireligioso con sectores agnósticos.

Todo este conjunto debe ser representado, escuchado y protegido, sin importar quien es mayoría o minoría. Justamente por esta innegable diversidad, propia de la condición humana, el principio de igualdad y no discriminación debe ser el pilar del andamiaje jurídico nacional como lo es a nivel internacional. Como norma jus cogens, este principio genera para los Estados la obligación de no aprobar leyes discriminatorias. (Corte IDH. Caso Yatama vs. Nicaragua, 2005).

De ahí que, jurídica y esencialmente, no existe un derecho humano a discriminar ni puede configurarse legalmente ninguna prerrogativa que la facilite, pues la prevención de la discriminación como conducta humana e institucional constituye la esencia y el núcleo duro del derecho de igualdad como derecho fundamental de todas las personas. En consecuencia, este derecho se ve vulnerado cuando se otorgan privilegios a un grupo determinado por entenderlo superior, así como a la inversa, cuando por considerar a un grupo inferior, se le trata con hostilidad o se le excluye del goce de derechos. (Corte IDH. Caso Atala Riffo y niñas vs. Chile, 2012).  

 Esto último es lo que acontece con la discriminación por orientación sexual e identidad de género, discriminación que es condenada en el Sistema Universal de Protección de Derechos Humanos, estableciéndose que no es válido ningún criterio que excluya a las personas LGBTQ del goce de la igualdad, ya que la orientación sexual e identidad de género son características protegidas. Tampoco es válido el argumento de “la falta de consenso interno” sobre los derechos de las “minorías sexuales” para restringirle sus prerrogativas o para perpetuar y reproducir la discriminación histórica y estructural que estas minorías han sufrido. (Corte IDH. Caso Atala Riffo y niñas vs. Chile, 2012).

Estos precedentes internacionales son vinculantes a nuestro derecho interno, a todos los órganos del Estado e incluso al Congreso en la aprobación de las leyes. De igual forma, son especialmente necesarios y coadyuvantes para que la República Dominicana pueda enfrentar y erradicar la discriminación contra las personas LGBTIQ, la cual es un hecho cierto, comprobado e innegable. Así lo demuestra el informe de resultados de la reciente Encuesta Nacional a Personas LGBTIQ 2020, la primera en la historia dominicana, realizada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Este informe reveló que, de una muestra de 5,000 casos, el 96.7% ha sido víctima de violencia y discriminación por su orientación sexual o identidad de género. La data también comprueba que los gremios religiosos, y sus líderes, discriminan activamente a las personas LGBTIQ, ejerciendo además violencia y tratos crueles, inhumanos y degradantes contra éstas, ya que dichas personas son sometidas a intervenciones religiosas con la intención de “modificarles” su orientación sexual o identidad de género (tanto jóvenes como niños, niñas y adolescentes). Asimismo, se califica el intrusismo religioso como un mecanismo que incentiva al discurso de odio y a la discriminación, no sólo contra personas LGBTIQ, sino también contra personas con otras características específicas.

La libertad religiosa no es un permiso para discriminar ni es un atributo que coloca a ninguna persona en condición de superioridad sobre otra. La religión es para el ejercicio individual y propio, no para interferir en detrimento de los derechos de los demás o su efectividad. Ninguna creencia religiosa justifica jurídicamente una conducta discriminatoria. Si la religión incluye interpretaciones, códigos o creencias que inciten a la discriminación de cualquier índole, esos códigos y creencias dejan de ser parte del ejercicio de ese derecho y se convierten en actos delictivos y discriminatorios. El discurso de odio religioso es una conducta discriminatoria que no es parte del ejercicio de la libertad de expresión ni de la libertad de culto.

Entendemos que, en el país, como Estado Democrático de Derecho, la religión y la igualdad de todes pueden coexistir, siempre que el Estado evite la influencia de la narrativa radical en las leyes y en las políticas públicas, velando así por la afectividad del derecho a la igualdad y de no discriminación. Asimismo, los gremios religiosos deben evitar el intrusismo y la incitación a la violencia. Los mejores referentes de esta posibilidad son países como Israel, España, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Brasil y México, donde su vasta historia religiosa y sus altos índices gremiales no han impedido que dichos países garanticen legalmente la no discriminación por orientación sexual e identidad de género, entre otras prerrogativas fundamentales de las personas LGBTIQ.