El público estirón de orejas  del ministro de la Presidencia al embajador en España por una crítica al papel atribuido en una columna periodística al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, pone de relieve la ausencia de una política exterior coherente y la irrelevante presencia de la Cancillería en los asuntos que  le competen. El hecho de que un embajador activo acreditado en Madrid, y no la Cancillería, se inmiscuya y opine en contra de supuestas actuaciones injerencistas  de un mandatario extranjero extraño a su sede sobre temas relacionados con la política migratoria, exponiendo al país a situaciones embarazosas, indica claramente la inexistencia de objetivos e instrucciones precisas en el servicio exterior.

El desmentido del ministro tuvo curiosamente más sentido diplomático que las críticas del embajador al presidente venezolano y a las autoridades haitianas, lo que evidenciaría también una indiscutible intención de no herir sensibilidades caseras, no obstante las consecuencias que sin duda generan las opiniones de un embajador en ausencia de una posición oficial del ministerio del Exterior.

De todas maneras, la diplomática y cuidadosa reprimenda del ministro a nuestro representante en Madrid me recordó una simpática experiencia de un periodista cubano que tras el triunfo de la revolución castrista quedó a cargo de los intereses de UPI en La Habana. Aburrido por la falta de temas y la censura, un día transmitió una nota diciendo que en una plaza de Yakarta, se habían reunido poco más de un millón de indonesios en respaldo al presidente Sukarno. El jefe del servicio latinoamericano en Nueva York le respondió por el hilo que la próxima vez que se reuniera un millón de personas para homenajear al líder indonesio lo enviaría allí para que las contara.

Lo que quiso decir el ministro es “qué diablos hace un embajador en España metiéndose en otros asuntos”.