Durante la pasada campaña electoral se alzó el grito de alarma sobre la supuesta dictadura constitucional en la que vivimos. Ese llamado tuvo como base una legítima preocupación por los niveles de concentración de poder alcanzados por el PLD. Sin embargo, se hace criticable en la misma medida en que se usó y usa para llenar el vacío propositivo de la oposición. Aún más cuando entendidos en la materia tiran por los cabellos conceptos para inyectarle épica a una lucha a la cual le sobra sentido si no deviene una guerrilla politiquera.
Su consecuencia ha sido la banalización del uso del término “dictadura” o “dictadura constitucional”, o a veces incluso “totalitarismo”, con la justificación de que los conceptos evolucionan. Ya con el torneo electoral lejos de nosotros, intentemos juntos evaluar lo que tiene esto de pertinente.
Los rasgos predominantes de una dictadura son la concentración de poder alrededor de una persona o grupo de personas, en la cual la falta de división efectiva entre los poderes del Estado se traduce por un poder absoluto que se ejerce de forma autoritaria.
Es cierto que el concepto ha evolucionado desde la clásica dictadura romana. La discutida dictadura constitucional, por ejemplo, aparece en la República de Weimar. Es usada para nombrar los estados de excepción previstos en la Constitución misma en los cuáles el Jefe del Estado asumiría poderes extraordinarios permitiéndole gobernar por decreto, y que fue la puerta usada por Hitler para consolidar su poder. También desde entonces se interesó Galíndez por las dictaduras latinoamericanas que, dentro de un contexto geopolítico específico, se cubrían con una fachada democrática, lo que las distinguía de las dictaduras que se conocían en Europa. En todos los casos se mantienen las características citadas previamente.
Sin duda los niveles actuales de concentración de poder no son saludables para nuestra precaria democracia y podrían eventualmente abrir las puertas a peores manifestaciones autoritarias que las que ya existen. Debemos recordar que el autoritarismo lo llevamos impregnado en la cultura, que mantenemos una visión jefista del poder y que sus manifestaciones nunca han dejado el Estado. Ahora bien, ¿Es posible sostener que existe en República Dominicana una persona o grupo de personas con poder absoluto?
A pesar de los reales abusos que vemos cada día, muchas son las señales que dicen lo contrario. Podríamos comenzar hablando de la libertad de expresión y las libertades políticas, para continuar recordando que el PLD ha dependido del PRD para llegar donde está. Es cierto que el Poder Legislativo se ha convertido con frecuencia en caricatura. No obstante, el gobierno de Leonel Fernández necesitó del pacto de las corbatas azules para ver aprobada la Constitución del 2010 (firmado por un ex-candidato presidencial en tiempos en que, al parecer, la “institucionalidad” no importaba tanto). Constitución que rehabilitó tanto a Fernández como a Mejía. Incluso si se acepta la tesis de la repartición de jueces de las Altas Cortes, la repartición fue justamente eso, una repartición entre dos fuerzas.
Tampoco es posible sostener la teoría de la “dictadura constitucional” sabiendo que con un candidato medianamente bueno y con un partido unido, tomando en cuenta el desgaste que llevaba el partido oficialista a las elecciones del 2012, el PRD fuera hoy gobierno. Es decir, que la ya mencionada concentración de poder no se da en un contexto en el que la oposición no puede competir y ganar, sino que se da en un contexto en el que la oposición es incapaz de elaborar planes estratégicos y de solucionar sus propios conflictos. Más allá de los intentos del PLD por manipular en el conflicto del partido blanco, no puede obviarse que estos han sido exitosos en la misma medida en que el PRD ha sido débil.
Pero más aún, niega la tesis de la dictadura constitucional que en el PLD existan dos proyectos de poder distintos, lo que hace que su ejercicio del poder sea menos centralizado de lo que pretenden ciertos discursos alarmistas. Negar esa división, y no ver las diferencias internas que existen en ese partido, como en todos los partidos, es no ver elementos eventualmente aprovechables en los planes estratégicos de la oposición.
¿Es esto más dictadura que el gobierno del PRD? ¿Hay alguien, o un grupo de personas, con poder absoluto en el país? ¿La corrupción, el laissez faire y los rasgos autoritarios son suficientes para catalogar a un gobierno de dictadura?
Entendemos que la respuesta a todas estas preguntas es no. Y sin embargo, también hemos dicho que en el fondo hay una preocupación legítima que, bien canalizada, podría ayudarnos a ocuparnos del problema de fondo.
Ha de entenderse que la búsqueda de rentas a través del Estado en nuestro país ha existido siempre. Así se construyeron muchas de las más tradicionales fortunas de nuestro país. Balaguer, luego de la dictadura trujillista, convirtió la corrupción en sistema de poder, comprando lealtades (caras y baratas). José Carlos Nazario, analista político y estratega de la comunicación, ha insistido por diferentes vías en la pertinencia del patrimonialismo para describir el funcionamiento de nuestro sistema; posición que coincide con tendencias de las ciencias políticas que, rescatando a Weber, se sirven del concepto para describir regímenes con rasgos similares en África y América Latina.
Los partidos existen en un sistema en el que gobernar para grupos les es electoralmente efectivo, permitiéndoles concentrar poder y recursos. Las mayorías, las grandes perjudicadas de la perversidad de esta lógica, sólo podrán jugar como factor de incidencia y cambio en la medida en que puedan coordinar acciones dirigidas en ese sentido. De lo contrario, atomizadas, seguirán siendo víctimas del clientelismo y el ostracismo.
Además de la dinámica del sistema social arriba expuesta, existen problemas de ingeniería electoral. Por poco que nos guste, el objetivo de los partidos es procurar el poder y preservarlo. El objetivo del sistema debe el de promover una democracia eficiente y contrapesos efectivos. Un sistema bipartidista puede funcionar a condición de que existan dichos contrapesos que obliguen a los partidos a construir consensos ya que el sistema les impide acumular cantidades desproporcionadas de poder.
La historia reciente nos muestra que no es eso lo que ha producido nuestro sistema. Que el 41% de los votantes que apoyaron al PRD en el 2010 se haya quedado sin un sólo senador es tan poco normal como que el 50% que eligió al PLD o al PRSC en el 2002 tuviera sólo dos. Los efectos de arrastre que son susceptibles de acompañar la unión de las elecciones presidenciales y las elecciones legislativas y municipales podrían, en un contexto de débiles contrapesos y de mayoría simple, contribuir con tales desequilibrios más allá del 2016. Esos beneficios desproporcionados con los que han contado las administraciones del PRD y del PLD no hacen más que abonar a nuestra cultura caudillista y presidencialista.
Nuestro sistema requiere mejores contrapesos. Creemos, además, que un debate profundo sobre los posibles beneficios o desventajas de un sistema proporcional merece ser tenido. Entre los beneficios, se podrían contar la probable mayor representación de intereses minoritarios y el de la necesidad de la construcción de consensos, lo que podría servir como contrapeso a nuestro presidencialismo. Lo que no significa que esté exento de desventajas.
El privilegiado de turno no tiene incentivos para promover una reforma que vaya en contra de su propio beneficio e intentos de mantenerse en el poder. Tampoco se ha hecho el trabajo necesario para elevar el costo político de mantener dicha reforma engavetada.
Ahora bien, más allá de los defectos propios de nuestro sistema, que los tiene y en abundancia, la reingeniería del sistema nunca suplirá las faltas propias de la oposición. No hará el trabajo por ellos. No le inyectará sustancia a su discurso. Tampoco organizará y coordinará a los ciudadanos para que puedan ejercer efectivamente su poder sobre los políticos y vehicular sus legítimas demandas. Esos son los desafíos que debemos enfrentar. Los que podrían permitir cambiar un equilibrio de poder vigente hace décadas.
Para concluir, debemos agregar que si bien es cierto que los conceptos evolucionan, si se los flexibiliza demasiado, dejan de ser útiles para describir fenómenos y realidades. Esto no quiere decir que no existan formas de dominación y coerción. Formas de dominación existen en todas las sociedades humanas. Significa que esas formas que vivimos hoy no se llaman dictadura.