La cordialidad brasilera, en su cara sombría, descrita por Sergio Buarque de Hollanda, que se expresa mediante el odio y la intolerancia, proporciona el humus desde donde puede precipitarse nuevamente la tragedia brasilera.
¿En qué consiste esta tragedia? Consiste en esto: siempre que el pueblo, los pobres, sus movimientos y sus líderes carismáticos irrumpen en el escenario político, surgen las viejas élites, que cargan dentro de sí la estructura de la Casa Grande para negarles derechos, conspirar contra ellos, difamar y criminalizar a sus líderes, empujarlos a las periferias de donde nunca deberían haber salido. A los negros, a los indios, a los habitantes de los quilombos, a los pobres y a otros discriminados se les niega reconocimiento y dignidad. Y, sin embargo, constituyen la gran mayoría del pueblo brasilero. Esto es lo que está ocurriendo actualmente en Brasil. Frente a todos estos, las oligarquías y, en general, los conservadores y los reaccionarios, se muestran crueles y sin piedad, apoyados por una prensa malvada y sin vínculo con la verdad, pues distorsiona y miente.
Lo intolerable para la clase dominante es que un obrero con poca escolaridad se haya convertido en presidente del país. Lo que más les irrita es darse cuenta de que él, Luis Ignacio Lula da Silva, es mucho más inteligente que la mayoría de ellos, posee un liderazgo carismático que impresionó al mundo y que durante su gobierno hizo más transformaciones que ellos en todo el tiempo que estuvieron en el poder. Con Lula el pueblo pasó a ser central y lo considera el mayor presidente que ha tenido el país. Con frecuencia se les oye decir: "fue un presidente que siempre pensó en los pobres y que implantó políticas que no solo mejoraron nuestra vida, sino que nos devolvieron dignidad. Éramos invisibles, ahora podemos aparecer”.
La actual conflagración política, que ha alcanzado niveles de expresión vergonzosos, nace de este cambio realizado en el piso de abajo, negado por los del piso de arriba. Estos escandalizan al mundo por su riqueza y poder. Jessé de Souza, presidente del IPEA, reveló recientemente que la punta de la pirámide social brasilera está compuesta por unos 71 multimillonarios, que representan solo el 0,05% de la población adulta del país. Y se benefician de la exención de impuestos sobre ganancias y dividendos, mientras que los trabajadores cargan con el pesado fardo de los impuestos.
Estos adinerados poseen su expresión política en los partidos conservadores con síndrome de perro callejero, porque no consiguen ser aquello que les gustaría ser: socios, aunque sean meros agregados, del proyecto-mundo hegemonizado por Estados Unidos y las potencias del Norte.
No niegan la democracia, porque sería demasiado vergonzoso, pero quieren un estado democrático; no de derecho sino de privilegio. Un estado patrimonialista que les permite el enriquecimiento ocupando altas funciones del gobierno y controlando los órganos reguladores mediante los cuales garantizan intereses corporativos. El grueso del PSDB y del PMDB (gracias a Dios hay en ellos personas honradas que piensan en Brasil y no sólo en su propio beneficio) sin citar otros partidos menores, se inscriben dentro de este arco político de una modernidad conservadora y anti-popular.
Por el contrario, los grupos progresistas que adquirieron cuerpo en el PT y en sus aliados, postulan un Brasil autónomo, con un proyecto nacional propio, que rescata a la multitud de los injustamente desheredados con políticas sociales firmes apuntando hacia una completa emancipación. Estos ocupan ahora el estado que se ve rodeado como por una jauría de perros rabiosos que quieren liquidarlo.
Son los que están promoviendo la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, sin base jurídica sólida, por un delito de responsabilidad. Dos meses después de su victoria en 2014, el PSDB ya pedía en las calles la destitución de la presidenta, sin señalar las condiciones constitucionales que permitiesen tal acto extremo. Primero se condena, después se busca algún delito eventual. Como no les importa la democracia, solo la de su conveniencia, pasan por encima de leyes y normas constitucionales para arrebatar el poder central que no consiguieron conquistar por las urnas. No es de admirar que este partido arrogante, cuya base social es la clase media conservadora, se esté diluyendo internamente, por no mantener una ligazón orgánica con el pueblo y con sus movimientos, y por sustentar un proyecto neocolonialista.
Estos, junto con otros, están articulando un golpe parlamentario y van a renovar la tragedia política brasilera, como ocurrió con Vargas y con Jango, que culminó con la dictadura militar. Ahora en lugar de los tanques y las bayonetas funcionan las tramoyas, forjando una argumentación jurídicamente insostenible para destituir a la presidenta. Quieren ocupar el estado para realizar su proyecto privatizador y antinacional. Si ocurriera una convulsión social, porque los millones de personas que salieron de la miseria no aceptarán cambios en su contra, los golpistas serán sus principales responsables. No podemos permitir que se consume nuevamente la tragedia.