Dos hechos distintos me han llamado la atención en estos días y los comparto con ustedes.

Primero, la lectura con mis alumnos universitarios de un artículo de opinión escrito por Eric Alterman sobre el declive del pensamiento histórico. Esto les ha permitido tomar conciencia de la crisis en la enseñanza de la historia y, por extensión, en otras ramas de las ciencias sociales en el país. Los alumnos universitarios, en su mayoría del primer año de ingreso, han visto cómo las clases de “historia” fueron una retahíla de fechas y sucesos del pasado sin poca o ninguna conexión con sus vidas, con su presente.

Como conscientemente me encanta remenear la mata y dado que estas chicas y algunos chicos (ellas son más y la expresión no es redundante) les he ido animando a partir de preguntas y comentarios en dos puntos en concreto: la importancia de preguntar sobre las situaciones del presente y su conexión con el pasado y el concepto de desigualdad intelectual que magistralmente el autor inserta en su análisis sobre el declive del pensamiento histórico.

Alterman entiende por desigualdad intelectual al hecho de que algunas personas tienen los recursos suficientes y necesarios para entender su pasado y la sociedad en la que vive mientras que la mayoría no los tiene. No se trata, en modo alguno, de una crítica a las diferencias y variedades de las inteligencias; sino que se centra en la disponibilidad de recursos (fuentes, teorías, documentos, archivos, exposición a informaciones, etc.) que permiten a ciertos individuos entender su sociedad. Una vez hemos clarificado esta noción y su conexión con nuestro curso sobre las revoluciones atlánticas desde “los de abajo” y no “desde los de arriba” como plantea el programa original, estos jóvenes han realizado duras críticas a la formación recibida durante su bachillerato y el crucial tema del pasado histórico.

El segundo hecho que ha llamado mi atención es el rasgamiento de vestiduras de mucha gente sobre el pésimo desempeño de los docentes que se presentaron a concurso de oposición para las plazas disponibles en Primaria. Sorprende, como de costumbre, la cantidad de expertos en educación entre los opinólogos dominicanos, los sociólogos de salón que piensan en Twitter, los periodistas sabiondos de los problemas nacionales cuyas perspectivas son fuente de toda verdad; los antiguos dilapidadores del presupuesto nacional que echan la culpa a las universidades y el mea culpa de uno que otro involucrado en la formación docente desde sus escritorios. Lo común a todos es que han olvidado lo esencial: las pruebas en sí mismas. A sabiendas de que estamos frente a un problema complejísimo y que, por el momento, será de difícil solución adopto la postura de no hacer leña del árbol caído.

Como lo sugerí a un grupo de docentes de posgrado: «tengo las pruebas en mis manos; pasémosla en el grupo a ver quiénes sacan buenas notas». No es que señale que el grupo de amigos sean pocos conocedores de la materia o las cuestiones pedagógicas; todo lo contrario, son profesionales rigurosos y de alta capacidad intelectual. Lo que pretendía indicarles en el momento es que, a mi juicio, las pruebas son memorísticas y esconden este hecho detrás del razonamiento verbal y de las ambigüedades de las respuestas ofrecidas. Dicho esto, no seré tonto en meter la mano al fuego por gente que no lee más allá de lo que se le coloca delante; pero tampoco haré una hoguera con nuestros recién graduados y, lo confieso, con algunas maestras en quienes no temo haber depositado la enseñanza de lo que exige la escuela para mis hijas.

En los últimos años he decidido dar más de mi tiempo y conocimiento a la formación de los futuros maestros. No diré los prejuicios y comentarios negativos que escucho sobre los que estudian «educación»; ustedes lo saben y, a veces, hasta lo repiten en sus círculos de confianza. Seamos honestos.

El primer hecho me ilumina este segundo. No tengo vergüenza en decirlo: colaboro incansablemente en la formación de jóvenes que adolecen de una desigualdad intelectual estructurada, les acompaño en su proceso de mejora en la medida en que así lo deseen y lo permitan; descubro grandes joyas y apuesto a ellos.