No importa lo exhaustiva y científica que digan la Procuraduría y la Policía Nacional haya sido la investigación para dar solución al caso del atentado contra David Ortiz; como quiera las conclusiones de la misma están rodeadas de la desconfianza del pueblo hacia esos estamentos del Estado.
Como otros atentados, es de lamentar este contra David Ortiz; tengo una motivación especial para estar consternado por ese hecho, dado mis vínculos históricos y de amistad con Leo Ortiz, su padre. Pero es también supremamente lamentable que este asunto como otros, y otros, y otros, en los que deben involucrarse el Ministerio Público y la Policía Nacional, estén de antemano rodeados por la desconfianza de la ciudadanía respecto a la labor de esas instituciones.
Es un problema grave que dos instituciones, a las que se supone fundamentales para el orden y la seguridad públicos, carezcan de la autoridad mínima ante la opinión pública y gran parte del pueblo. Esta desconfianza añade más valor al estado de indefensión que sufre la ciudadanía frente al auge de las mafias y la delincuencia. Porque existe la creencia de que ni hay protección efectiva, ni que serán condenados los autores de cualquier desafuero de los delincuentes comunes ni de los no comunes.
Creo que hay oficiales y efectivos honorables y capaces en la Policía Nacional; como ha de haber funcionarios con esas cualidades en el Ministerio Público. Pero quedan opacados en el manto de la desconfianza establecida en la conciencia colectiva; además de que hay hechos casi a diario, comprobados, de que gente de sus filas, a todos los niveles, han estado de manera directa involucrada en actos delincuenciales.
Esta desconfianza hacia la Policía Nacional y el Ministerio Pública está establecida en la conciencia nacional, es parte consustancial de la vida social. Es un hecho que esas dos instituciones han sido desbordadas por la delincuencia; es creciente la creencia de que ni la prevén ni la castigan, y peor se las asume en complicidad con la misma.
Más hacia el fondo, esa desconfianza es resultado de hechos comprobados que la convierten en prejuicio social establecido, a partir del cual se infieren de antemano conductas y actitudes.Esos hechos se han producido de manera sistemática desde el término de la guerra de abril de 1965, y el inicio de la represión política aleve que se mantuvo hasta 1978.
Los falsos positivos militares y judiciales fueron una práctica común en el gobierno de los doce años, contexto en el cual cayeron abatidos por la policía muchos militantes de izquierda y del PRD de entonces, sindicados como “terroristas”, que cayeron en el archiconocido “intercambio de disparos”, que todavía perdura como recurso de los voceros policiales para justificar crímenes perpetrados por efectivos de su institución.
Cientos fueron a las cárceles tras ser allanadas sus casas y en la ocasión, tanto la policía como los fiscales a cargo, casi siempre declararon que “se encontraron armas de alto calibre”, cuando no, o también, “pruebas de un plan para desestabilizar el gobierno”.
Todo eso está en la conciencia social, y se enriquece cada vez que la ciudadanía comprueba que la policía o algún funcionario del ministerio público ponen alguna arma o porción de droga en el cadáver de algún ciudadano abatido, para justificar sus sentencias “extrajudiciales”.
La desconfianza tiene una historia construida por hechos, y fijada como un prejuicio estable en la conciencia social, y es una cuestión que debe ser considerada en los propósitos de cambios a fondo que ameritan esas instituciones y sus expresiones organizativas y que de hecho se protestan desde hace muchos años.
El caso David Ortiz es lamentable, y si en algo puede ayudar la celebridad del mismo, es a poner en relieve la necesidad de una reforma sustancial a la Policía Nacional, de cambio total incluso de ese cuerpo, y al aparato judicial.
Hay que reclamar esas reformas a fondo. Porque sin instituciones confiables, no hay proceso democrático.