Dedos hay que te sueñan. Tu cuerpo, alado, al lado, cibaeña, contigo no hay quien pueda. Es por esto que me resigno a este oficio de profeta velado. Si entré al monasterio fue porque tuve la certeza, desde que te besé tres veces, de que no serías mía. Y es ya tiempo después de todas estas meditaciones y calamidades que caigo en cuenta: nada es nadie. Somos parte de este invierno que como gusano se come el tiempo
En el sueño eres una muchacha y en tu Camry me empujas hasta el Freeport del Centro Olímpico. Allí espero a que me chequeen el chip detrás de la oreja y descubran de dónde vengo, cuáles son las facultades que me asisten y fabrico la excusa para que me dejen llegar a Bonao a entrevistarme con el jefe de la familia de los Nubas. Mientras tanto te beso o creo que lo hago, consciente de que eres únicamente el holograma que mi ram ha creado esta noche para que no me sienta solo en la madrugada helada. Ahora te dejo, dejo tu cuerpo, un recuerdo en la playa de Cofresí, un primo que se perdió buscando una botija, tú y yo botando humo del bueno como náufragos del Memphis. Cuando por fin consigo el permiso de salida, en esa tarde candente en que expiras, lloro ante la ashihara y tecleo furiosamente: “Por ahora diremos que las calles de la ciudad de los vientos se parecen mucho al oscuro callejón que es la literatura: allí te roban, te culean, te rompen el merequetén, te la maman, te adoran y te chulean. Chicago es la ciudad de los hombros anchos. Según Geraldine Brooks, en Chicago es invierno y aquí es donde se forja el carácter”.