En el debate actual sobre el funcionamiento de la democracia en los Estados Unidos sale a relucir el dilema de cómo conseguir que los derechos fundamentales de las ciudadanas y los ciudadanos sean respetados en un clima de improvisación, conducta anti-ética, violación de la institucionalidad y desconfianza.

En una encuesta llevada a cabo entre diez mil catedráticos de ciencias políticas en las universidades norteamericanas se observa que predomina una posición alarmante en entre académicos y sociedad por la precaria salud de la democracia. En una escala del 1 al 100 donde el número 1 representa la "dictadura" y el 100 la "democracia perfecta", los expertos sitúan la salud de la democracia en 72 y la ciudadanía en 60. (Bernard Avishai: Democracy and Facts in the Age of Trump, New Yorker, 29 de diciembre del 2017).

Una mayoría de los expertos considera que, en general, los líderes y lideresas de los partidos políticos deben llegar a un entendimiento común sobre los hechos relevantes que permiten el sostenimiento de la democracia.

Como bien plantea Avishai, la gobernanza sólo es posible si los ciudadanos y las ciudadanas fundan instituciones que faciliten los cambios necesarios en una verdadera democracia: un poder ejecutivo limitado por el legislativo y un poder judicial independiente. 

Alcanzar este objetivo se ha convertido en un desafío constante para el pueblo norteamericano en el actual gobierno de Donald Trump. Pues, si bien la democracia norteamericana se sustenta en instituciones legislativas y judiciales sólidas, la decisión del presidente de desconocer mediante twits el valor de las mismas, mantiene a la sociedad en vilo. Ello produce un efecto montaña rusa (roller coaster): Trump anuncia en Twitter decisiones que revierten de golpe y porrazo los logros sociales de la pasada administración de Obama, con lo cual, activa una alarma que desata la ira de la población afectada, provoca la atención masiva de los medios y empuja al dictamen de sentencias por las altas cortes que trabajan velozmente para detener los efectos perversos de las ejecutorias desaprensivas del presidente. Ello mantiene a la población en alerta y genera una tensión constante en la sociedad, sobre todo en los sectores más vulnerables que viven en un estado de stress, esperando el próximo twit anunciando el desacato  del ejecutivo de la nación más poderosa del mundo, catalogado como una persona anti-ética que vive la política como un negocio.

En su libro  "Fire and Fury", Michael Wolff define a Trump como una persona sin escrúpulos, una persona a quien los neuro-cientistas definen como carente de las funciones ejecutivas, sin capacidad para organizar e incapaz de establecer la relación causa-efecto del pensamiento lógico.  Agrega que relacionados de Trump lo identifican como un "protagonista", un "héroe", un "personaje de ficción en la vida real" que se resiste a abandonar ese rol para dedicarse a ser presidente. Sus amigos lo catalogan como una persona sin escrúpulos, un rebelde, un disruptor que vive fuera de las normas y se congracia con ello. Añade que en el anillo palaciego de Trump, ubicado en Trump Tower, no hay una sola persona con experiencia legislativa, ni judicial ni en políticas públicas. La política es una red corporativa para hacer negocios. 

Esta tensa experiencia creada por el ejecutivo norteamericano colige con la zozobra en que vive la sociedad dominicana ante la depravación de sus autoridades públicas y el desbarajuste institucional. Sólo que, a diferencia de los Estados Unidos, donde la desaprensión corporativa del hombre de negocios en la presidencia es frenada por legisladores y jueces progresistas, en la República Dominicana la corporación es un amplio cartel que involucra a la mayoría de los representantes del Estado y, ante la falta total de institucionalidad, la sociedad no cuenta con manos progresistas poderosas que detengan sus artimañas.