Nada me parece más horripilante que ese lugar común al que apelan diariamente los dirigentes del país para justificar los vicios de la política vernácula. Eso de “pagar el precio de la democracia” no es más que una vulgar falacia para legitimar cuantas barbaridades ha padecido la nación para mantener los irritantes privilegios de una clase que controla todos los resortes de la vida política, como si se tratara de derechos nobiliarios, adquiridos  por herencia, olvidándose que al igual que la realeza europea, que se casa entre familia, los genes de la dirigencia política nacional han dejado ver desde hace tiempo sus estragos.

Pongamos un ejemplo que sufrimos cada año. Mientras se aduce falta de recursos para atender los principales requerimientos de nuestras grandes e inaplazables prioridades, y el país vive a oscuras a causa de la falta de pago por el gobierno a los generadores, se destinan anualmente cientos de millones de pesos del presupuesto para financiar a los partidos, la mayoría de los cuales carece de representación real y sólo son diminutas parcelas sin estimación pública alguna. En los años electorales erogación es mucho mayor. La suma, además de extravagante para una nación pobre como la nuestra, no está amarrada a un estricto control de su uso por los partidos ya que no se les exige a los partidos ni a su dirigencia transparencia en el gasto y rendición de cuentas.

Pero es una ingenuidad mayúscula esperar que eso suceda, porque el sistema es tan pobre en garantías ciudadanas que los políticos del país no se sienten obligados a cumplir siquiera algo tan simple como una declaración de bienes, que pueden en todo caso manipular a su antojo sin mayores consecuencias. La democracia no necesita que se entregue el precio que por ella pagamos, ni requiere tampoco del tutelaje que pretenden unos clanes que han hecho de la noble actividad partidaria un coto de corrupción y malas mañas.