La historia ha sido la misma desde la fundación de la Republica. El patrimonio público, con frecuencia es tomado como botín por los que acceden al poder y es ya tan frecuente, que el común de la gente se ha acostumbrado a esa conducta y la ha asimilado como algo normal y socialmente aceptable.
Tengo un amigo que le niega el saludo a las personas que han sido identificadas como corruptas, sobre todo a políticos que son o han sido funcionarios públicos; pero esa actitud de mi amigo no es el comportamiento general de los dominicanos. Estas personas, no importa lo que se sospeche hayan robado, son toleradas y aupadas en medios sociales y en algunos casos los anfitriones se sienten orgullosos de tenerlos en sus fiestas.
Los delincuentes comunes, los rateros callejeros son, con toda justicia, generalmente rechazados por la sociedad. Nadie los invita a sus actividades sociales ni desea que sus hijos compartan con los suyos. Ciertos estudiosos del comportamiento social identifican una estrecha relación entre la delincuencia común y la otra delincuencia la que nos agobia, la que nos ahoga en la miseria, pero también la que crea parámetros sociales que estimulan la otra que es también grave porque es cotidiana y violenta y no nos deja respiraren en paz, nos quita el sueño cuando los muchachos están fuera de la casa, nos llena de pavor cuando pasamos por una calle solitaria, nos roba la alegría y el entusiasmo por vivir.
Al final me convenzo de que mi amigo tiene razón al rechazar a los bandidos que roban para su provecho el bien público, pues ellos son en gran medida responsables no solo de las carencias que arrastra la corrupción sino también, con su mal ejemplo, del terror que arropa las calles y caminos del País. Ellos estimulan la delincuencia callejera mientras todos les sonreímos, alzamos las copas y brindamos a salud. Propongo una jornada de concienciación para que a todos los delincuentes se les dé el mismo