Señalaba recientemente Daniel Gascón la imposibilidad practica de sostener un debate racional de ideas en las redes sociales, donde es más fácil y popular acudir a la caricatura, a ridiculizar las posiciones de los adversarios, a distorsionar y descontextualizar las mismas, que ser honesto intelectualmente y “enfrentarte al mejor argumento de tu rival” (“Instrucciones para ganar un debate”, El País, 5 de enero de 2019).
Tras leer a Gascón, Ricardo Calleja, desde su cuenta en Twitter (@ricardocrc), se hace, sin embargo, la legitima pregunta de “¿y si la defensa del debate publico nunca se enfrentó al mejor argumento de su rival?” y responde, citando cinco grandes argumentos clásicos contra la democracia: que la democracia solo conduce a la demagogia y la anarquía (Aristóteles); que produce lucha entre facciones y oculta manipulación por factores del poder (Hobbes); que requiere virtud cívica y comunidades pequeñas y debe ser simple expresión de la voluntad popular (Rousseau y Montesquieu); que es básicamente plebiscito y aclamación y no discusión (Schmitt); y que no es deliberación sino negociación en el Parlamento conforme la regla de la mayoría (Kelsen).
El demócrata constitucional convencido, ante lo postulado por Calleja, solo puede ripostar que no puede haber gobierno legitimo que, aparte de democrático, representativo, liberal y representativo, no sea deliberativo, en tanto la participación popular debe estar estructurada a partir de una práctica discursiva, basada en razones públicas y tendente a alcanzar soluciones justas, fruto de un consenso fundamentado en el dialogo ciudadano que expresa el concierto de las razones, ideas e intereses de todos los afectados por las decisiones (Juan Negri).
Pero… ¿es viable hoy una democracia deliberativa? Mucho se ha objetado tradicionalmente a la democracia deliberativa. Ahora y aquí concentrémonos en la crítica a la idea de que en la deliberación publica el ciudadano se deja convencer por el mejor argumento. Esta crítica se funda en la concentración propietaria de los medios de su comunicación y en su manipulación por los grupos de poder e interés, lo que, sin embargo, es perfectamente subsanable, como han propuesto Habermas y Ferrajoli, a través de la domesticación jurídica de esos “poderes salvajes” que son los medios de comunicación.
Pero hay una crítica más poderosa a los medios de comunicación como instrumentos de deliberación ciudadana. Ya Giovanni Sartori señalaba la emergencia del “Homo videns” y la destrucción de la capacidad reflexiva de la ciudadanía por la hegemonía de la imagen. Hoy, frente a las redes sociales, en particular Twitter, “que ha venido a constituirse en la moderna ágora de deliberación y confrontación de ideas y opiniones, en la nueva plaza pública virtual” (Cesar Cansino), es decir, frente al triunfo del “Homo twitter”, la discusión es otra, pues este último, en contraste con un Homo videns adorador de la imagen, privilegia el mensaje y la escritura, aun breve, criptica y metafórica y formando muchas veces un discurso de la agresión, que se expresa en los subgéneros de la polémica, la sátira y la invectiva (Juan Calvillo y Carlos Enrique Ahuactzin Martínez) y mediante cibejércitos de troles, haters y ciberacosadores cuya personalidad puede configurase en base a la triada de narcisistas, maquiavélicos y psicópatas (Ana Evangelina Aguilar).
Lo más preocupante es, sin embargo, que, en las redes sociales y los motores de búsqueda, los rastros de lo que el usuario ve se analizan mediante algoritmos, adaptándose la información a lo que el usuario quiere ver, creándose una cultura de pensamiento único, quedando atrapados los infonautas en su "burbuja ideológica" o su "cámara de eco", deviniendo “idiotas políticos” incapaces de participar libre y críticamente en el proceso democrático deliberativo (Vinicius Cardoso Santos). Esto lleva a Yuval Noah Harari a sostener que ya los seres humanos no tienen libre albedrio pues las redes manipulan o “piratean” a los usuarios “a través de miedos, odios, prejuicios y deseos preexistentes”, concluyendo que “si nuestras decisiones y opiniones no son reflejo de nuestro libre albedrío, ¿para qué sirve la política?” (“Los cerebros ‘hackeados’ votan”, El País, 6 de enero de 2019). Por eso, se pregunta Daniel Innerarity, “¿siguen teniendo sentido la información razonada, la decisión propia, el autogobierno democrático en esos nuevos entornos tecnológicos?” (“La decisión de Siri”, 9 de octubre de 2018).
Y, pese a todo, quien cree en la democracia debe resistir la desconfianza liberal hacia la democracia, la participación y la deliberación y asumir que es deseable y posible construir una democracia deliberativa en el nuevo ecosistema tecnológico e informático, conforme nuevas y apropiadas herramientas institucionales.