La función esencial de la Administración Pública en un Estado social y democrático de Derecho consiste en la realización de los derechos fundamentales, es decir, en la materialización de un conjunto de disposiciones iusfundamentales que tienen como finalidad el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social (artículo 8 de la Constitución). Estos derechos regulan la relación de los individuos con los órganos y entes públicos, pues condicionan las actuaciones administrativas a la observancia de sus disposiciones.

Esta concepción de la Administración como un instrumento para garantizar los derechos fundamentales de las personas parte de la concepción lockeana del Estado como un gobierno limitado. Y es que, Locke, a diferencia de Hobbes, concibe el estado de naturaleza como un estado pacifico en el que las personas disfrutan de un conjunto de derechos (la vida, la salud, la libertad y la propiedad privada) que limitan el poder de los gobernantes. De ahí que estos derechos, lejos de ser objetos de una renuncia total en el contrato social, subsisten para fundar precisamente la libertad, la igualdad y la independencia de las personas.

Ahora bien, la Administración no sólo debe evitar las injerencias en las libertades individuales a través del ejercicio de un poder coactivo capaz de asegurar la ejecución de las leyes, sino que además debe intervenir en las relaciones socioeconómicas para ofrecer a las personas las oportunidades necesarias para desarrollar sus aptitudes y superar los apremios materiales que impidan el goce de sus libertades fundamentales. De ahí que la Administración asume la protección de un mínimo social como precondición lógica y empíricamente necesaria para garantizar aquellas libertades que las personas conservan al conformar una sociedad política.

Para asegurar que la Administración cumpla con su función esencial, consistente, repito, en la materialización de los derechos de carácter liberal, democrático y social, con el objetivo de que las personas puedan desarrollarse en un marco de libertad individual y de justicia social, entendiéndose la justicia como la distribución imparcial y equitativa de los beneficios y las cargas de cooperación social (Rawls), se reconoce en nuestro ordenamiento jurídico un conjunto de medios, instrumentos e instituciones de control sobre su actividad. Para Jellinek, estos controles pueden ser sociales (participación ciudadana), politicos (fiscalización del Congreso [requerimientos de información, comparecencia, interpelaciones y mociones]) y jurídicos. Estos últimos pueden clasificarse en internos y externos, dependiendo de si el control es ejercido por un órgano de la propia Administración (recursos de reconsideración y jerárquico) o por otras instituciones especializadas (Cámara de Cuentas y Defensor del Pueblo).

El sistema de garantías se completa además con los controles de carácter jurisdiccional (recurso contencioso administrativo, solicitud de medida cautelar y acción de amparo) y con las previsiones en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración. Aquí, es importante señalar que de forma excepcional es posible controlar la constitucionalidad de los actos administrativos de efectos particulares  cuando son producidos en ejecución directa e inmediata de la Constitución (TC/0041/13) o cuando son emitidos con dolo, es decir, con el propósito deliberado de violar la Constitución (TC/0127/13).

La defensoría del pueblo constituye un órgano especializado de control externo de la actividad administrativa cuya función esencial consiste en “salvaguardar los derechos fundamentales de las personas y los intereses colectivos y difusos establecidos en la Constitución y las leyes, en caso de que sean violados por funcionarios u órganos del Estado, por prestadores de servicios públicos o particulares que afecten intereses colectivos y difusos” (artículo 191). En otras palabras, el Defensor del Pueblo tiene la responsabilidad de investigar y supervisar a la Administración con el objetivo de corregir su mal funcionamiento y garantizar la protección de los derechos de carácter liberal, democrático y social. También debe vigilar a los particulares a fin de evitar que sus actuaciones pongan en juego: (a) la conservación del equilibrio ecológico, de la fauna y la flora; (b) la protección del medio ambiente; y, (c) la preservación del patrimonio cultural, histórico, urbanístico, artístico, arquitectónico y arqueológico.

De lo anterior se infiere que la defensoría del pueblo es un órgano extrapoder que procura, por un lado, la protección de los derechos fundamentales y, por otro lado, el buen funcionamiento de los órganos y entes públicos. Para cumplir con estas funciones, este órgano goza de autonomía funcional, administrativa y presupuestaria, es decir, que goza de un mayor grado de independencia y autogobierno para desarrollar sus actuaciones. De ahí que éste “se debe de manera exclusiva al mandato de la Constitución y las leyes” (artículo 190), atesorando como característica principal la neutralidad e imparcialidad.

El Defensor del Pueblo se articula en un Estado social y democrático de Derecho como un instrumento de tutela y protección de los derechos fundamentales que permite a las personas controlar las actuaciones u omisiones arbitrarias, ilegales e injustas de la Administración y sus agentes. Se trata de un órgano que es apuesto a todo mandato representativo, cargo político, afiliación o partido político, sindicato o incluso asociación o fundación, cuyo objetivo es asegurar que las personas y sus derechos fundamentales sean el centro de la actividad administrativa. Para desarrollar estas funciones, el Defensor del Pueblo puede actuar por iniciativa propia o, en cambio, en base a las quejas y reclamos presentados por los ciudadanos.

En adición a estas atribuciones, la defensoría del pueblo, en su condición de órgano de carácter constitucional (TC/0248/20), está facultada para cuestionar la constitucionalidad de las leyes. De ahí que este órgano funge además como defensor de la Constitución frente a las actuaciones del Poder Legislativo. En otras palabras, el Defensor del Pueblo no sólo debe garantizar la dimensión subjetiva de los derechos fundamentales frente a las actuaciones u omisiones de la Administración, sino que también debe procurar la protección de los principios que optimizan estos derechos frente a los errores legislativos y las desviaciones de poder del legislador.

Lo anterior demuestra la importancia del Defensor del Pueblo en un modelo de democracia constitucional, pues este órgano permite asegurar que la Administración actúe en beneficio de las personas, cumplimiento así con su función esencial, que consiste, en un Estado social y democrático de Derecho, en la protección y realización de los derechos fundamentales.

Ahora bien, para que este órgano pueda desarrollar de forma efectiva sus funciones, es indispensable que el Senado designe a una persona capaz que puede ejercer con neutralidad las atribuciones encomendadas por el constituyente. Entre los candidatos que están siendo actualmente evaluados por las cámaras legislativas, un postulante que salta a la vista por su preparación académica y voluntad de trabajo es Pablo Ulloa Castillo. Ulloa posee maestrías en temas de Cooperación Internacional, Economía y Políticas Públicas y fue el primer Director General Administrativo y Financiero en el Tribunal Constitucional. La idea de reestructurar la defensoría del pueblo y hacerlo más accesible para los ciudadanos, la cual es una de las propuestas de Ulloa, es fundamental para lograr los objetivos de este órgano constitucional. Es tiempo de relanzar la defensoría del pueblo en beneficio de las personas.