La semana pasada publiqué la primera parte de una serie de trabajos relacionados con el denominado proceso de lesividad. Un instituto surgido netamente de la rica tradición jurídica española y que es el que permitiría a la Administración impulsar la invalidación en sede judicial de aquellos actos favorables firmes que hayan infringido el ordenamiento jurídico por cualquiera de las causales que configuran, por un lado, la nulidad absoluta o de pleno derecho o, por el otro, la nulidad relativa o anulabilidad, y que supongan, en ambos casos, una grave lesión al interés público. Lo anterior puesto que la firmeza haría jurídicamente inviable, en principio, la revocación de un acto favorable, en tanto que esta última —la revocación— estaría reservada, por disposición expresa de la ley, a aquellos actos de gravamen (también revestidos de firmeza) o en casos especiales que igualmente contarían con una adecuada habilitación normativa.
El proceso de lesividad, como ya se ha dicho con anterioridad, es bifásico: se divide, pues, en dos partes. La primera, la que se desarrolla en sede administrativa y que termina con la declaratoria de lesividad; la segunda, la que habría de culminar, de ser acogida la pretensión de la Administración, con la declaratoria de invalidez por parte de un juez de lo contencioso administrativo. Me referiré por el momento a la primera etapa, la de la declaratoria de lesividad en sede administrativa.
Nadie discute que la declaratoria de lesividad ha de producirse mediante un acto administrativo. La doctrina es conteste con esto: es un acto administrativo con una finalidad puramente procesal: abrir esta vía de impugnación (GONZÁLEZ PÉREZ, Jesús. Manual de procedimiento administrativo. Civitas. Madrid, 2003, 530). Se trata de una manifestación unilateral de voluntad que emana de la Administración, con base a una potestad administrativa dispuesta en el ordenamiento y que produce efectos jurídicos individuales, directos e inmediatos frente a terceros. Una potestad que incluso se le tilda de “menor” (Alenza García), por cuanto no supone la expedición de un acto administrativo con los efectos propios que se les reconoce a otros actos administrativos (que se derivan de la autotutela declarativa y de la presunción de validez): la ejecutividad y la ejecutoriedad.
La lesividad, una vez declarada, no produce otro efecto que el de activar la posibilidad para la Administración de demandar en justicia la nulidad o anulabilidad del acto administrativo presuntamente lesivo para el interés público. Es, como se ha dicho, un presupuesto procesal que legitima a la Administración a perseguir la invalidez del acto administrativo declarado lesivo. Nada más. La doctrina así lo refrenda: “Esta declaración es un acto administrativo que tiene ese solo efecto, el de permitir la impugnación de actos propios” (SÁNCHEZ MORÓN, Miguel. Derecho administrativo. Parte general. Tecnos, tercera edición, Madrid, p. 558). Esta lesividad, se dice igualmente, constituye “una exigencia previa para acceder al recurso contencioso administrativo.” (PALOMAR OLMEDA, Alberto et. al. Practicum: proceso contencioso-administrativo. Thomson Reuters Aranzadi. 2015, p. 201). Se erige, pues, en “un presupuesto para procedibilidad del procedimiento que se inicie con la intención de lograr que los órganos del orden contencioso-administrativo procedan a anular el acto lesivo para el interés público.” (Ibidem.). Tal declaración de lesividad—dice CHAVES—es un presupuesto procesal para que la Administración pueda luego demandar la invalidez de sus propios actos (CHAVES, José Ramón. Derecho Administrativo Mínimo. Ed. AMARANTE, Salamanca, 2020, p. 591). La jurisprudencia destaca eso mismo: que la declaración de lesividad no tiene más efecto que el de permitir a la Administración instar la impugnación jurisdiccional de un acto dictado por ella misma (STS, Sala 3ª, 31 de marzo de 2008, RJ 2008 3743).
Es un acto administrativo definitivo o decisorio, esto es, que culmina o habrá de culminar un procedimiento administrativo. No es posible que la declaratoria misma se defina como un acto de trámite o preparatorio: la finalidad de la declaratoria de lesividad es dar por terminado un procedimiento administrativo iniciado de manera previa a su dictado. Y esta declaratoria de lesividad requiere del agotamiento previo de un procedimiento que garantice la audiencia de los interesados. Por ejemplo, a decir de SANTAMARÍA PASTOR, la “declaratoria de lesividad debe producirse como consecuencia de un expediente en el que, cuando menos, debe darse vista y audiencia a los interesados (…)” (SANTAMARÍA PASTOR, Juan Alfonso, Principios de derecho administrativo, t. II, 5ª ed., Madrid, Tecnos, 2018, p. 539).
En igual sentido se refiere el profesor Muñoz Machado: La acción —la de lesividad, m. f. c.— se divide, pues, en dos fases, la primera puramente administrativa en que el órgano competente lleva a cabo un pronunciamiento formal, mediante un acto adoptado con todas las garantías y, necesariamente, con audiencia de los interesados, de que otro acto anterior, al que la declaración se refiere, es lesivo para el interés público. Ulteriormente procederá a su impugnación ante la jurisdicción contencioso-administrativa (Muñoz Machado, Santiago, Tratado de derecho administrativo y derecho público en general, t. XII, 4ª ed., Madrid, BOE, 2015, pp. 225-226). Por último, en esa misma línea se inscribe ALENZA GARCÍA: [E]sa impugnación ha de ir precedida de una previa declaración de lesividad, que se aprobará tras la tramitación de un procedimiento con todas las garantías, incluida la audiencia de los interesados, y que deberá motivar la causa de la invalidez y el daño que la subsistencia de dicho acto genera al interés público (ALENZA GARCÍA, José F. Revisión, revocación y rectificación de actos administrativos. Madrid. ARAZANDI, 2018, p. 154).
El régimen jurídico que se aplica, a falta de una regulación expresa en la Ley núm. 107-13, es el supletorio o de derecho común que se prevé —referente a los actos administrativos singulares— en los artículos 15 y siguientes de dicha legislación. Esto resulta de aplicar adecuadamente la primera parte del referido artículo 15, el cual dice: “El procedimiento administrativo previsto en este capítulo tiene por objeto establecer aquellas normas comunes a los procedimientos administrativos que procuran el dictado de resoluciones unilaterales o actos administrativos que afectan a los derechos e intereses de las personas, ya impliquen, entre otros, permisos, licencias, autorizaciones, prohibiciones, concesiones, o resolución de recursos administrativos o la imposición de sanciones administrativas y en general, cualquier decisión que pueda dictar la Administración para llevar a cabo su actividad de prestación o limitación.” No es entonces un procedimiento especial: es, tal y como también insiste la doctrina, un procedimiento administrativo ordinario (SÁNCHEZ MORÓN).
Prometo seguir con este tema en otras entregas.