En múltiples ocasiones me he preguntado ¿por qué, históricamente hablando, las relaciones de fuerza de la sociedad dominicana no han echado mano de la cultura para legitimarse? ¿Qué ha hecho que la clase gobernante dominicana, tradicionalmente, se desentienda de la cultura para justificar su dominio social?

Únicamente el trujillismo necesitó de una identidad cultural propia para enfrentarla a la haitianidad, y Manuel Arturo Peña-Batlle llegó incluso a definir la independencia como un hecho esencialmente cultural. Fue el pensamiento conservador el que sacó a flote ése hallazgo. En contraste con el resto del continente americano éste es un rasgo sustancialmente distintivo, porque el fundamento de todos los demás procesos independentistas era de carácter económico; el nuestro, que no carecía de lo económico, privilegiaba la cultura, consideraba que la cultura había sido el motor esencial del proceso independentista. Aunque la base ideológica del trujillismo deformó el hecho, convirtiéndolo en una caricatura alienante de lo dominicano.

Lo cierto es que el aparato ideológico con el que el autoritarismo predominante se ha justificado a sí mismo ha prescindido siempre de la cultura. Yo no tengo una respuesta satisfactoria de la fría complicación que se deriva de esta certeza, en las limitadas líneas de una columna de prensa. Pero ello ha significado una modalidad particular de asumir los procesos históricos por parte de nuestra clase dirigente, mientras que los intelectuales, en cambio, enternecen por su candor en el manejo de las ciencias sociales, o se arrodillan miserablemente ante el poder. ¿Por qué la Antropología únicamente estudia el gagá, la zarandunga, los bateyes azucareros, y el baquiní de los pobres? ¿Es que los antropólogos dominicanos no pueden hacer un estudio del Club Unión, del Club de Arroyo Hondo, de los ritos funerarios de la clase alta, del empleo del tiempo libre de los jevitos ricos, etc.? ¿No puede hacerse, acaso, un estudio arqueológico de las fortunas dominicanas, para que se vea surgir, desde dentro de la historia misma, las estratificaciones que ligan los nombres de familias adineradas, a las dictaduras de Lilís, de Mon Cáceres y de Trujillo, por ejemplo?

Capa a capa, ¿qué puede surgir de un estudio sociológico que saque a flote el esquema organizacional del poder actual en la República Dominicana? Nos asombraría, sin dudas, cómo ha cambiado esa estructura de poder, que a raíz de la muerte de Trujillo descansaba en la fortaleza incomparable de un Estado macro cefálico, anulando por completo a los poderes fácticos;  y que ahora se encuentra con que el poder económico de los políticos compite con las riquezas tradicionales del aparato productivo, y de apellidos sonoros. Cuando el régimen trujillista cayó, más del 80% de la riqueza social era propiedad del Estado, la inversión estructural de esta ecuación atañe a los sociólogos, que han visto surgir del hiper-Estado trujillista numerosas fortunas, y que han conocido en la actualidad niveles extraordinarios de acumulación originaria de capital, provenientes de la corrupción política.

Estas no son más que preguntas retóricas, pero sirven para ilustrar la idea de que el valor de los intelectuales se inicia allí, en el mismo lugar en el que las relaciones de fuerza de la sociedad lo juzgan inútil. Son estos los presupuestos que explican la humillante condición del pensamiento  y el desprecio que, en el fondo, sienten los políticos por la cultura. En el trujillismo confluyó toda la tradición intelectual dominicana: pensamiento conservador de inspiración escolástica, hostosianismo, arielismo, ideología del progreso, etc. Todos bien alineados en el consenso despótico. Yo escribí todo un libro sobre el tema, y lo que más me asombró fue el desparpajo con el que se asumía una iconografía del acontecer de la historia, en la que por una inversión dramática, desde el fondo mismo del renunciamiento, surgía Trujillo como el único ser total. Y ése es el sello trujillista al que recurren siempre los intelectuales canallas prosternados, humillados. La miseria material, el ansia de disfrute del poder les hace perder todo vestigio de dignidad. Y el poder los pervierte, los transforma, los hace jerga de una pobreza espantosa.