Las revoluciones sociales suelen centralizar todos sus esfuerzos en una organización política acorde a sus objetivos y ocasionalmente hay una mirada de reojo para atender una cierta estructura cultural afín con esos objetivos dados. “Debido a la naturaleza de la represión y explotación moderna y el poder de la tecnología moderna para saturar sociedades con distorsiones ideológicas, cualquier política de cambios, cualquier política progresiva que no reconozca esto e invierta el proceder privilegiando la cultura, fallara.” –Edward Bond, escritor y teórico cultural inglés, sentencia.

Desde su creación, el Ministerio de Cultura llego con el germen de su propia negación: comenzando por el presupuesto que no refleja la inversión acorde con el PIB nacional que ya supera el 3%; en consecuencia hay un marasmo en amplios sectores del quehacer productivo, principalmente con las ocurrencias impositivas;  y trae todo esto la dependencia de empleos (con grandes distorsiones de costo-beneficio) que echa a andar a un montón de gestores culturales (algunos enganchados) que viene consolidándose en servir como tropa de choque política con fuertes bolsones amiguistas que se traducen en un engrasado capital político y económico.

El quehacer cultural se ha relajado a tal punto que cualquier atisbo de innovación cultural fuera del control de las elites suplantadoras, cae en saco roto para no aparecer jamás, a menos que se independice del circuito falsario de la cultura oficial. Tenemos ejemplos en todas las artes escénicas, y en las artes plásticas ni hablar como también en la literatura donde los escritores que descuellan rara vez aparecen en el presupuesto nacional destinado a Cultura.

Esta realidad no se da a priori. Es fruto de ideologías torcidas que a su vez son hijas naturales de la represión ideológica, la autocensura y la fuerte competencia de la cultura de mercado. El caso es por tanto una consecuencia a posteriori de la saturación tan bien definida por Mario Vargas Llosa con La civilización del espectáculo: “La creciente banalización del arte y la literatura, el triunfo del amarillismo en la prensa y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la suicida idea de que el único fin de la vida es pasársela bien. Como buen espíritu incómodo”.

En consecuencia, el resultado es una política cultural que se arrodilla hacia la explotación inmisericorde de las arcas del Estado, lo que a su vez exilia voluntades y querencias del público consumidor y a la vez del elemento fundamental en el sostén del hecho cultural.

Cada fin de semana vemos los templos de la cultura vacíos de propuestas y de públicos, solo abiertos en días laborables y en horario de oficina. En su lugar notamos gran movimiento en espacios privados que de alguna manera se sostienen con alguna que otra dadiva del sector privado y alguna inclusión en el presupuesto nacional.

Notamos, además, que los partidos políticos se ausentan de la problemática cultural al punto que ni siquiera hay inclusión de planes para la cultura en sus programas de gobierno. Y el mismo gobierno mantiene la cultura al servicio de causas exógenas al interés público.

El resultado final de la problemática del quehacer cultural dominicano es la ausencia de un tejido sociocultural solvente en lo profesional y en el fortalecimiento de la identidad cultural y nacional.