Las sociedades en su evolución y desarrollo pasan por diversas etapas… Todo parece haber comenzado en el Neolítico, 2205-1767 C.T.[1] Dinastía Xia, donde se sitúan formas relativamente avanzadas de organización social – hasta alcanzar los sofisticados espacios de convivencia del Homo Sapiens de nuestros tiempos, marcado por la utilización de los más diversos utensilios tecnológicos.

Lo que no corresponde con el desarrollo y calidad del ser humano en general, que pareciera haberse estancado en unos niveles preocupantes, para sus congéneres, que pretenden ser mejores seres humanos.

Mientras observamos como la  sociedad impregnada de esos avances tecnológicos convive, prisionera de formas, costumbres  y prácticas novedosas, muchas superadas en sociedades menos avanzadas en el desarrollo humano. Injusticias, desigualdad y violencia saturan la crónica. La familia en crisis, crímenes diversos por situaciones banales hasta elaboradas agresiones (por hacer ruido) dan cuenta de que la degradación ética y moral es inversamente proporcional al desarrollo tecnológico –  presentando nuestra sociedad un deterioro humano absolutamente preocupante.

Pareciera que en estas últimas décadas, hemos desaprendido a vivir en sociedad. Una de esas cosas es vivir en el Silencio, disfrutarlo – opuesto a irrespetar los espacios del otro con nuestros ruidos. Es como si tuviésemos miedo de escucharnos a nosotros mismos y necesitáramos aturdirnos con los ruidos, no importa de donde vengan y qué tipo de ruido sean.

El sociólogo Edgar Morin, en una entrevista realizada en los ochenta, destacaba que el hombre de hoy “no es un hombre activo, es un hombre activado por los sonidos, alarmas, celulares,  agendas y las pautas sociales.” Nosotros hemos superado esas apreciaciones del citado científico social francés… Estamos atrapados y entrampados en y por los ruidos – que varían entre ruidos afectivos, comunicacionales, políticos, profesionales y sociales, en general. Nos  mueve la algarabía del ruido, basta con ver la estridencia con la cual la gente se saluda, como se hablan, se gritan, y apenas  se escuchan. Tal vez, porque la música está siempre muy alta o porque finalmente, a fuerza de vivir así, nos estamos quedando sordos.

Ya que la música se escucha en función de que alguien más la escuche. Mientras que la bocina de los automóviles se ha convertido en el utensilio más utilizado en esta cultura, ella  trasciende el espacio urbano para ser posiblemente el medio de comunicación más usado por todos y para todo.

Ella nos sirve para llamar la atención, en el caos del tránsito, donde son más significativas las expresiones del ruido, junto a los ruidos de las motos, los mufles, los peatones  que no saben cruzar una calle, los carros en mal estado, la carga mal llevada, el Amet distraído… En fin, el tránsito dispone de una gama de sonidos disonantes y perturbadores, donde el solo uso de la bocina responde a todos. Ella también se usa para quitar del medio al mendigo atravesado en los cambios de luz, para saludar, para celebrar el triunfo del equipo, para la política, para exigir el paso.

El ruido es nuestro estandarte comunicacional por excelencia: los que tocan bocinas pretenden que las cosas se moverán más rápido. Lo que ha llevado a cierto automovilista presionado a portar un letrero que reza: “su bocina no convierte este automóvil en un helicóptero”.

Siendo el ruido un instrumento para hacer política, atraer la atención de los votantes, se hace ruido, pero no se racionaliza ninguna propuesta.

Basta con ver hoy día las caravanas del ruido, donde se vocea un nombre, tres frases, alaridos perdidos en las calles, eslóganes sueltos entre música, bocinas y sirenas. Con la misma naturalidad, que la persona que desea conquistar, toca la bocina para atraer la atención, ese suele ser el mismo que toca insistentemente la bocina para que él que está delante se coma la luz roja.

Es el mismo que grita su profesionalismo, basado en títulos falsificados, es el mismo que llega a un restaurante con “un mujerón”, porque hay que hacer ruido… ¿De qué sirve a un hombre tener una mujer, si esta no es vista y deseada por otros? Ruidos afectivos, para que vean y escuchen que somos “amados”.

El papel que juega la música estridente, en la cultura del ruido, es casi patológico. Ella se pasea por las calles, suele estar en los baúles de los carros privados, públicos y oficiales, que guardan enormes bocinas de donde sale una música indiscriminada, altisonante, cacofónica,  imprudente.

La música también tiene múltiples usos, sirve para hacer proselitismo, publicidad diversa, trabajar y entretener a clientes que no se entienden, música ambiental de supermercado, car wash, bares y restaurantes, colmados y colmadones.

En esta sociedad, el uso de la música en los espacios públicos es agresivo, no tiene nada que ver con el organillo por las calles de Paris o con la música de Mozart, que tienen los camiones de basura en Taipéi, mientras realizan sus labores.

En la intimidad  de los hogares, el ruido también tiene una función, donde la música juega el rol más importante. Amas de casa, empleadas, domésticos y guardianes pasan el día entero con las radios abrazadas a sus cuerpos, acompañados por el ruido, mientras que el señor de la casa amante de la opera, usa las mañanas domingueras, para que todo el vecindario conozca de sus gustos musicales.

Coexistiendo al mismo tiempo una gama de ruidos que van desde ver televisión, mover muebles las madrugadas, trabajos después de la 7pm,  peleas familiares, por no dejar de citar lo mucho que disfrutan algunas vecinas en sus encuentros sexuales. Hay un disfrute en función de saber que otros escuchan nuestros ruidos.

Toda esta  gama de ruidos ha hecho que los sonidos simbólicos pierdan su significado, como puede ser el repique de campanas, las salvas de los cañones o el toque de las sirenas, tan usadas en situaciones de emergencias como bombardeos, fuegos, catástrofes naturales, invasiones etc. Sonidos que han servido para alertar y proteger han quedado desplazados por el uso de ambulancias vacías, carros de la policía destartalados y en especial, automóviles de funcionarios   desesperadamente importantizados por sirenas. Es el ruido que los crea, que los activa. No serian nada sin el ruido, que les abre el paso por la vida.

El uso del celular ha venido a sumarse a la tecnología del ruido. Es frecuente escuchar en la fila de un banco que “la doméstica es una ladrona”, que usted finalmente descubrió que “su marido es homosexual” y que “su mujer lleva años pegándole los cuernos”… Todo puede ser escuchado en los lugares públicos.

Cuando se hace uso del celular, no hay pudor, todos queremos que todos se enteren, de que estamos comunicados, tenemos un BlackBerry, un  iPhone, que suenan en la comunión, concierto y funeral. Estamos activos y activados por la tecnología, nuestra vida privada es un cacareo. Necesitamos hacer ruido con ella, ofertarlas a los demás vapulear a todos con nuestros éxitos y frustraciones para tratar de existir.

Hemos perdido la capacidad de estar en silencio, de escucharnos a nosotros mismos en esta soledad infinita del sujeto vacio. Estar solos, realmente solos, ante los diferentes tipos de silencios nos da miedo, nos paraliza y en el  mejor de los casos nos conduce a interrogaciones a las cuales no podemos dar respuestas en el ruido.

¿Podrá esta sociedad sobrevivir a la cultura del ruido? ¿Se verán nuestros descendientes  biológicamente afectados por el ruido? ¿Qué responsabilidad tienen los gobiernos, en el desarrollo y crecimiento de  este ruido existencial en que nos encontramos? ¿Podremos hacer algo para que haya menos ruido?

Si usted es capaz de disfrutar de unos minutos de silencio, intente responderse algunas de estas preguntas – por lo menos, le acompañarán por unos breves minutos de soledad. En caso que le dé miedo estar alejado del ruido, intente identificar con atención los sonidos que le llegan.

Comprenderá entonces porque los pájaros están emigrando… porque apenas se escucha el pregón y el aleteo de aquella abeja atrevida. Comprenderá que está viviendo en la cultura del ruido, y eso no es igual en todas partes. Hay lugares donde un concertista ha parado de tocar sencillamente al escuchar, en plena sala, el sonido inoportuno de un teléfono portátil.


[1] T.C. Según la cronología de la China tradicional, Neolítico Pleno