La cultura de la frontera dominico-haitiana tiene una dilatada historia cuyo origen se pierde en los tiempos oscuros del pasado colonial de la isla y la tensión constante entre colonos franceses y españoles.
Como ha demostrado Frank Moya Pons, estos conflictos, en principio puramente económicos, produjeron otros de tipo cultural que se manifestaban principalmente en el enfatizar diferencias, como por ejemplo el idioma y las tradiciones. Cuando Haití alcanza su soberanía vienen tiempos de grandes fluctuaciones en la manera en que los habitantes del Santo Domingo español se relacionaban con sus vecinos, pero ya para la época de la independencia dominicana había empezado a cuajar ese nacionalismo a ultranza que se exacerba en los tiempos de la dictadura y llega con variados matices hasta nuestros días.
Ahora bien, resulta curioso constatar que si se escarba un poco en el archivo dominicano del siglo XIX la memoria histórica recoge tanto episodios execrables, como los excesos de Dessalines en la zona norte del país, como también muestras de extrema solidaridad por parte de Haití, como acaeció cuando la élite terrateniente de Santo Domingo entregó la joven república otra vez a España en 1861 y estalló la guerra para recuperar la soberanía.
Esos conflictos culturales surgidos en el horizonte aún relativamente poco conocido del mundo colonial sobreviven gracias a la retórica militante de intelectuales ultranacionalistas que persisten en perpetuar el mito de un Haití perturbador de la pretendida pureza de la cultura dominicana.
Si bien han surgido en los últimos años iniciativas positivas en cuanto a propiciar un acercamiento a un debate que debería ser más profundo, lo cierto es que hay mucho por hacer en lo tocante a modificar el discurso antihaitiano que pervive en nuestra sociedad. Por ejemplo, todavía la imaginación popular dominicana piensa que el vudú es una práctica demoníaca cuando en realidad se trata de una religión de gran complejidad y riqueza. Que no decir de las aseveraciones de académicos dominicanos de carrera en cuanto a que la lengua kreyòl de Haití es un dialecto y no una lengua más, con su gramática y una importante tradición literaria.
¿Qué lleva a la intelectualidad nacionalista dominicana a demonizar todo lo relativo a Haití, la primera república que hizo realidad los postulados de libertad e igualdad que los filósofos ilustrados de la Francia dieciochesca sólo pudieron teorizar en abstracto, como ha demostrado con garra y finura Nick Nesbitt en Universal Emancipation?
La respuesta a esta pregunta se halla en el mito de ese Haití perturbador antes mencionado, el cual se afinca en esa particular manera de narrar la historia dominicana enfatizando la execrable nómina de matanzas que generaron las intentonas haitianas de reocupación en lugar de matizar esos conflictos con las historias de solidaridad entre los pueblos que comparten la isla, como ocurrió en tiempos de la Guerra de Restauración e incluso en la heroica gesta del 1965, en la cual combatientes haitianos como el gran poeta Jacques Viau Renaud ofrendaron su vida en defensa de la integridad de su patria adoptiva.
Cuando Trujillo accede al poder ese mito del Haití perturbador deja de ser parte de la memoria oral para convertirse en política de estado que más adelante justificaría el ignominioso genocidio de 1937. Esta política de estado estuvo anclada en la diligencia de intelectuales que tuvieron a su cargo su legitimación, como es el caso de Manuel Arturo Peña Batlle y Joaquín Balaguer. En los discursos y obras de Peña Batlle y Balaguer Haití se describe como un agente nocivo para el desarrollo de la República Dominicana a nivel cultural, racial y hasta moral.
Ese tipo de retórica, responsable del recrudecimiento y perpetuación de la violencia simbólica y fáctica en contra del haitiano y los descendientes de haitianos en República Dominicana, sobrevive prácticamente intacta en la obra de intelectuales de hoy. Uno en particular, Manuel Núñez, defiende con pasión desde los inicios de la década del noventa la integridad de una cultura dominicana monolítica con una retórica más cercana a las precariedades de nuestra infancia republicana que a la realidad de los tiempos que corren.
Recientemente, un epígono de Núñez de nombre R. A. Ramírez Báez, también se enfrascó, a través de su columna del 28 de enero en las páginas de este diario, en la defensa de una uniformidad que la cultura dominicana no tiene ni puede tener, puesto que la cultura no es un monolito.
Las intervenciones públicas de intelectuales del linaje de Núñez y Ramírez Báez dan cuenta cabal de cuán arraigado sigue estando el mito de un Haití perturbador en el imaginario social dominicano a pesar de los enriquecedores debates en torno a la diferencia y el multiculturalismo que han encontrado cauce en un sector adelantado de la intelectualidad criolla.
Con todo, desasosiega el constatar que esa necesaria empresa de desmitificación de la haitianofobia en nuestro país no haya trascendido los corrillos universitarios y que incluso por momentos parezca que se desanda el camino recorrido. Ejemplo de ello se aprecia en la modificación de la Carta Magna para eliminar el jus soli, el derecho de toda persona nacida en suelo dominicano a tener la nacionalidad del país en que nació, una medida que ha llevado a cientos de dominicanos descendientes de haitianos a vivir hoy día en un limbo jurídico, puesto que el estado niega validez a sus partidas de nacimiento y ni siquiera les permite obtener documentos de identidad.
Este tipo de medida que supuestamente procura enfrentar la emigración haitiana ilegal se alinea con otras de índole militar, como la creación, en 2006, del Cuerpo Especializado en Seguridad Fronteriza (CESFRONT), bajo el asesoramiento directo del Department of Homeland Security de los Estados Unidos.
Se trata de disposiciones hasta cierto punto contradictorias en el sentido de que se procura poner freno a un flujo de inmigrantes ilegales que constituye la base de grandes fortunas en la agricultura, la construcción y la industria turística. Que no decir de los deleznables cárteles del carbón y las mafias de pedigüeños en las calles de la capital. Si algo queda claro de esta realidad es que aquellos que se lucran de la miseria de los haitianos ilegales (y son muchos a ambos lados de la frontera) no tienen ninguna intención de que el flujo migratorio se regularice.
Silvio Torres-Saillant, pionero de los estudios dominicanos en Norteamérica, encontró un término feliz para designar a la cultura que surge como efecto del contacto transfronterizo. Torres-Saillant la denomina la “condición rayana”. Con esto se refiere a los necesarios “cruces” que vive la sociedad dominicana a distintos niveles, cruces que convierten la experiencia de “lo dominicano” en un espacio que se enriquece a través de contactos de todo tipo.
Por supuesto, esta dinámica que describe Torres-Saillant, cotidiana a todo lo largo de la geografía nacional y también en la interacción de compatriotas que habitan en los enclaves dominicanos de Norteamérica, Europa y Puerto Rico, no es reconocida por la intelectualidad rancia que pretende dominar el debate sobre la nacionalidad con argumentos contrarios a la experiencia de vida de la inmensa mayoría de los dominicanos. Pero ese saber poco a poco se va desfigurando y mostrando más abiertamente su calidad de aberración.