En estos días ha vuelto el tema racial al interés público. En un primer momento, las reacciones en suelo quisqueyano han sido tímidas al conflicto más reciente que ha llevado el tema racial al tapete: la muerte de un ciudadano de la comunidad negra a manos de policías blancos. En distintos sectores se ha querido emular la ola de protesta en rechazo de la violencia policial hacia la comunidad negra en EUA. En redes sociales las posturas de solidaridad hacia la comunidad afrodescendiente norteamericana fueron criticadas bajo el siguiente argumento: “no te cabe un gesto de solidaridad por George Floyd, si no denunciaste el racismo en nuestro país”.
En los últimos días, he leído en Twitter testimonios de situaciones raciales que han ocurrido en el país previo a este nuevo momento en que se aviva la discusión sobre el racismo en el mundo. Los comentarios de solidaridad surgen en el momento, se aúnan unos tras otros en denuncia; pero no en militancia. El tema racial va y viene; pero las conductas raciales permanecen dentro de la sociedad dominicana y en cualquier otro grupo humano; unas veces veladas, otras a la luz del día.
Si afecta y se tiene el acceso a alguna red social, se usa para denunciar lo que se ha padecido; pero jamás se involucra el individuo al compromiso militante. En otras palabras, no existe en el país una comunidad negra que haga y tome conciencia de su negritud como colectivo. Dejo de lado las expresiones folclóricas mágicorreligiosas a las que hemos dado carácter de rasgo nacional y que proceden de comunidades de antiguos esclavos (libres o no); más allá del espectáculo popular factible de convertirse en producto de masas, no se le ha dado mayor trascendencia en términos identitarios.
Sobre la cuestión racial hemos tenido un grave problema: hablamos muy poco de ella. Le tememos a esa conversación como el diablo a la cruz. Ahora no se trata de redes sociales, sino de educación formal e informal. Se trata de vivencias o situaciones raciales en el contexto del trabajo, de las publicaciones y de la producción de conocimiento en el país. Se trata de la reimpresión de obras analíticas claves para entender la cuestión racial en nuestro país. Por ejemplo, es más fácil encontrar una reimpresión de Cosas añejas o de La Isla al revés, que del estudio de Hugo Tolentino Dipp o los de Franklin Franco Pichardo o los trabajos magistrales de Rubén Silié sobre el tema. Por ejemplo, ¿cuántos cursos preuniversitarios y universitarios abordan la cuestión racial frontalmente? ¿Cuántos cursos poseen lecturas de Franz Fanon o hablan de pensamiento decolonial en el país?
Le tememos al tema racial. Pero el miedo a abordarlo no es del mismo tipo al tabú sexo o a los temas ligados a él como el preservativo o el matrimonio infantil, o las experiencias sexuales en las escuelas o el miedo a los temas sobre la identidad sexual. El morbo no ocupa a los temas raciales ni en los temas ligados a la cuestión racial se transgrede la moralina ambigua de nuestra cotidianidad. Transgresión que nos da tanto placer. El tema racial no da placer, sino que trasluce una herida y tememos a ella. Para que nos entendamos bien, no hablamos tan frecuentemente ni al nivel de profundidad requerido sobre la cuestión racial porque tememos a tomar conciencia de nuestra herida racial.
Fíjese que he hablado de herida racial. Esta tiene su historia, sus contextos, sus transformaciones, sus lecturas, sus discursos, sus obras literarias, sus prácticas políticas y culturales. La herida racial nos viene de lejos y se renueva silenciosamente en cada generación de dominicanas y dominicanos.
Al final de Carta a Evelina de Francisco Moscoso Puello, un intelectual al que le dolió visceralmente la cuestión racial, hay una anécdota ilustrativa de nuestro sentimiento nacional en torno a lo negro. Cuenta que un tal Maldonado, alto funcionario y amigo, le visita a su casa con su chofer. Este último es descrito como “un negro como el ébano”. A ambos le llama la atención de que el chofer quiere ser “polecía”. El amigo Maldonado le pregunta a Moscoso Puello: “¿Mandinga o Carabalí?”. Moscoso Puello contesta: “¡No!, dominicano”.