Cualquier filme, sin excepción, posee un registro verbal y un registro visual. Antes del cine hablado, inaugurado en 1929, a las películas se les añadía subtítulos y música. Incluso hoy subsiste la música y los subtítulos los traen los filmes en idioma extranjero.

El registro verbal es el significante dominante, ´él guía, sin anularlo, el ritmo del registro visual y ambos forman una unidad dialéctica indisoluble. El registro verbal o guion es casi siempre una obra literaria, histórica, mitológica o legendaria. A veces, una pura invención del guionista. Del análisis del registro verbal se ocupan las poéticas y del registro visual, la semiótica. Una buena crítica de un filme implica una metodología, con un número finito de conceptos, un campo o dominio de aplicación de tales conceptos, una especificidad y unos límites operatorios de los conceptos y al final del discurso crítico cinematográfico, una ficha técnica con su sinopsis o resumen.

Dada la limitación del espacio periodístico, la mayoría de los comentaristas y críticos se saltan la referida sinopsis, pues en el lead están obligados a hablar del trabajo del director (también llamado a veces realizador o cineasta), de la fotografía, del montaje y de la música y, de alguna manera, del argumento del guion. Cosa curiosa, la naturaleza no tiene música. Pero, ¿por qué si la mayoría de las películas son imitación de la naturaleza-paisaje incluyen la música? Solo Alain Resnais en El último año en Marienbad y Alain Robbe-Grillet en sus filmes al estilo nueva novela francesa prescinden casi por completo de la música: El oído, que es por donde entra el ritmo, se halla a sus anchas con la atención del espectador y este puede oír en pleno día el corte de un pelo en el aire. La música le estorba.

La mayoría de los críticos y comentaristas de cine ignora que la semiótica, como disciplina, se ocupa del estudio las prácticas sociales no lingüísticas, desde aquel lejano 1969 cuando Émile Benveniste definió su dominio y especificidad en el célebre ensayo “Semiología de la lengua” publicado en la revista Semiótica de La Haya (incluido en su libro Problemas de lingüística general II. México: Siglo XXI, 1977, pp. 47-69 [1974]). Y el registro verbal, lo explico taxativamente siguiendo lo dicho por Benveniste, es el significante dominante porque solo la lengua posee la doble singularidad de ser el interpretante semiótico y lingüístico por excelencia. Es decir, que la lengua, sistema de signos, a través de la actualización en el discurso, es capaz de interpretarse a sí misma y a los demás sistemas de comunicación no lingüísticos, es decir, semióticos. Ningún otro sistema de signos posee esta singularidad. Por ejemplo, el registro visual de una película, un cuadro de pintura, una pieza musical, una obra de arte arquitectónica, una escultura, un dibujo, una caricatura, las señales del tránsito y la navegación, el código de sordomudos y ciegos, con sus signos discretos, son incapaces de analizar un poema o analizarse a sí mismos.

Intenté hacer la teorización arriba indicada para la cultura dominicana en Escritos críticos (Santo Domingo: Editora Cultural Dominicana, 1976) y en Método y práctica semiótica. Para la historia de la crítica de cine en la República Dominicana (Santo Domingo: Editora Universitaria de la UASD, 2015), pero los comentaristas de cine de la época no se enteraron. ¡Tanto peor para ellos!

La pantalla al revés (Santo Domingo: Banreservas, 2017. 237p), de Luis Beiro Álvarez, no es una excepción, pero es uno de los pocos intentos serios de aplicación implícita de elementos semióticos inconscientes al estudio del cine dominicano e internacional, amén de constituir un ejercicio de análisis de películas dominicanas y extranjeras siguiendo un patrón de método subjetivo o empírico que recupera la ficha técnica, la fotografía, el montaje, el estudio referencial o antecedentes del filme analizado, efectos especiales, estudio del guion, pero que están ausentes en otro dominio de la obra cinematográfica, como son la semiótica de la imagen, el estudio de la música, los ruidos, los silencios, los tipos de discursos: directo, indirecto e indirecto libre, la psicología actoral, la retórica y sus figuras. En fin, una estilística de la crítica cinematográfica.

Beiro Álvarez le presta mucha atención al ritmo cinematográfico, que él vincula adecuadamente al guion como inseparable del registro visual. Y algo muy importante en nuestro crítico de cine es el análisis de las ideologías que vehiculan las películas que analiza, pues del estudio de estas últimas se desprende el problema de los sentidos, y a partir de estas  cualquier crítico de cine determina el valor rítmico de la obra cinematográfica a través del simple planteo de la pregunta: ¿cambia o transforma esta obra las ideologías cinematográficas de su época y se orienta su sentido discursivo y su significación semiótica en contra del Poder, sus instancias y sus ideologías? Si no es así, la obra cinematográfica se queda en puro signo, es decir, en ideología.

Pero hay que decir en abono a la cultura cinematográfica de Beiro Álvarez que él aprendió esos caminos críticos en Cuba (con los Cabrera Infante-Caín anteriores a la Revolución y los nuevos críticos surgidos con el ICAIC), donde se formó en los años 60-80 del siglo XX antes de exiliarse en la República Dominicana y estuvo vinculado en su calidad de abogado y funcionario de la Dirección de Cine de su país al quehacer cinematográfico cubano desde el inicio de la Revolución castrista. Pero antes del nacimiento de Beiro, incluso antes de la Revolución, los grandes escritores, cineastas y pintores cubanos, ya eran un valor referencial en América Latina y el mundo. La Revolución castrista solamente les catapultó a través de una hábil propaganda cuya ideología era la conquista de prosélitos para la causa política a través de la grandeza y la admiración de sus intelectuales y artistas visuales. Pero al ser una instrumentalización, a la hora de la verdad, la Revolución se peleó con los escritores, artistas visuales e intelectuales a los que no pudo recuperar. Y el santo y seña de aquella Revolución fue el discurso de Fidel Castro y su célebre frase: Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada.

Y precisamente, aunque no se conozca la poética meschonniciana, el valor rítmico de toda gran obra de arte ha residido siempre en que su especificidad es la crítica radical al Poder y sus instancias, así como a las ideologías de época. Consciente o inconscientemente, toda obra de arte, y en este caso, las del cine cubano y mundial, pasan por esta constatación y Beiro lo expone muy claramente en su obra cuando analiza las películas de Tomás Gutiérrez Alea, que son justamente, una crítica al poder y las ideologías de época que la Revolución encarna. Pero la Revolución cubana ha sabido revertir esa crítica y recuperar la parte biográfica de los escritores, cineastas y cantautores que les resultan molestos. Y a algunos les ha acantonado biográficamente en los altos cargos públicos o en el terreno cultural internacional o la diplomacia a través de una política inteligente de manipulación e instrumentalización exitosa.

Los que no se avinieron a esa inteligente política de recuperación e instrumentalización escogieron el camino del exilio, discreta o escandalosamente.

Y Beiro está entre nosotros, discretamente, como estuvieron en Cuba durante la dictadura de Trujillo nuestros numerosos exiliados: unos discretamente y con bajo perfil, porque no había otra opción, pues exiliarse era, y es, enfrentar en el extranjero el mismo poder y las mismas ideologías que se dejó atrás; y, otros, que malviven escandalosamente, porque solo es posible exhibir tal conducta en Miami, donde es una gracia para el Poder y sus instancias ser y demostrar que se es anticastrista furibundo, pero una vez que la euforia ha terminado y les sirve como propaganda, ya eres un número más de la Seguridad Social y te arropa para siempre el olvido. Como les ocurrió a Juana Castro, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Celia Cruz, Olga Guillot, o a Svetlana Stalin en el caso del anticomunismo soviético. Solo los que alcanzan la estatura de José Martí no son olvidados en el exilio. Pero, ¿quién la alcanzará jamás?

Buen libro este de Beiro Álvarez, con su pantalla al revés, para que todos veamos las películas al derecho, como cuando leo sus crónicas acerca de las obras de plural parsimonioso del cine dominicano. O los bodrios de las comedias grotescas que hacen reír a los tontos conforme a la denigración de los demás opuestas al tratamiento serio que les da a las suyas Ángel Muñiz. Su interesante panorama de la literatura en el cine de ficción de la República Dominicana de 1923 a 2006. O el cine coreano, el cine en espacios cerrados o abiertos; la deuda dominicana con Óscar Torres; los problemas de una cinemateca, los auto-remakes criollos, nuestros cortometrajes desde 1917; el tratamiento del sida en el cine; las películas sobre el Che Guevara, deformación y caricatura; el tema de los zombis en el cine, el cine israelí, el problema del road movie, su historia y evolución y un tema raro de la cinematografía: Cervantes como personaje de ficción. Y finalmente, la sección II. Confesiones, una prospectiva de las futuras promesas del cine dominicano, si no se desvían o mueren en el intento. O el amigo Rienzi Pared, cinéfilo empedernido que obra milagros al mantener en la sala cultural de Banreservas una sesión de cine y discusión, quien en la entrevista con Beiro inventa un eufemismo paradójico hilarante o equilibrismo perfecto: “Al cine dominicano le falta mucho y no le sobra nada.” (P. 109).

Pocos críticos de cine dominicanos han tenido la previsión de dejar por escrito, y publicada, parte de su obra: Humberto Frías, Félix Manuel Lora, el suscrito, y paro de contar. Y, salvo error u omisión, el Ministerio de Cultura tendrá la misión, en el futuro, de recoger la parte de la crítica de cine dominicana hecha por Armando Almánzar Rodríguez, Arturo Rodríguez Fernández, José Luis Sáez, S. J.,  Alberto Villaverde S. J., Carlos Francisco Elías, Agustín Martín, Álvaro Arvelo, Pericles Mejía, Carlos Curiel, Giovanni Ferrúa Lluberes, Humberto Soto Ricart (Husori), Efraím Castillo y las de algunos coetáneos que la ejercieron brevemente, verbigracia Danilo Ubrí y Fernando Hued, y aparte, por supuesto, de los que nos antecedieron del 30 de mayo de 1961 hacia atrás, algunos de cuyos nombres mencionó el Padre Sáez en su Historia de un sueño importado.