Desde el mundo antiguo se ha estado fascinado por lo que cada humano puede realizar. Las posibilidades del hacer y el decir no solo resultaron infinitas sino que también estuvieron presentes en cada uno, según sus circunstancias y habilidades propias. De cierta manera, en vista a que todos tenían las capacidades para hacer y decir resultó evidente que distinguirse de los demás requería de mayor esfuerzo al realizado por el común de los mortales. La admiración por lo grandioso, tal vez derivada de la proyección religiosa, les obligó a forjar la figura del héroe y esta se constituyó en una especie de invitación permanente a la grandeza, a la distinción de los demás en un hacer extraordinario. Pero no todos eran guerreros y el afán de permanencia en la memoria de los demás llevó a otros a destacarse a través del decir en sus diversas ejecuciones. En ambos casos, la distinción de los demás exigió tomar en cuenta lo grandioso de la proeza o del discurso.

Ahora bien, los griegos entendieron que la creación involucra lo nuevo, un realizar desde cero que no compete al ser humano por estar este marcado por la temporalidad. Solo los dioses crearon de la nada. Igual en la cultura bíblica, solo Dios es Creador desde las profundidades del caos. Los mortales, en el caso griego, son simples imitadores de lo que ya existe en la naturaleza, tanto en sus formas como en sus procesos. En el caso judío, los hijos de Dios solo obedecen al mandamiento de crecer y multiplicarse, pero jamás son creadores. En los relatos etiológicos del génesis, La torre de Babel es el mito que mejor explica la condena a darse su propio nombre, al construir(se) alejado de Dios. En ambos casos, crear era un designio divino. Los humanos solo podrían o bien ser imitadores de la naturaleza o bien ser obedientes al mandato divino de nombrar lo ya creado.

Si nos quedamos en la tradición griega, de donde deriva el espíritu inventivo con mayor consciencia de lo que se hace, crear no era en modo alguno ser novedoso puesto que no era posible para el ser humano, sino imitar a la naturaleza. Platón condena el arte por hacer meras copias del mundo de la physis y alejar el conocimiento del verdadero ser de las cosas; sin embargo, Aristóteles le da cierta dignidad a la mímesis (imitación) ya que no solo reproduce lo que ve, también crea una obra no existente a partir de lo que ve y en donde se puede prever lo posible. El estagirita abre mayores posibilidades para la creatividad reglada que su maestro ateniense. En ambos casos, el poeta tiene una licencia especial: el arrebato divino. La divina locura del éxtasis poético le permite forjar su obra sin estar sujeto a regla alguna; para los demás “artistas” el poder constructor estaría en ceñirse a unas reglas establecidas previamente. De todos modos el objetivo último de la obra lo justificaba: la producción de lo bello.

Es en el Renacimiento cuando el artista y su obra se asocian con la creatividad. Ya no es creativo solo el poeta, como un pequeño dios, sino también el escultor, el arquitecto, el pintor y el músico. Todos ellos no solo repreoducían las formas de la naturaleza, sino que creaban nuevas formas y, por el espíritu de libertad de la época, se asoció la creatividad a la libertad y no sujeción a las reglas. Este espíritu de transgresión a las reglas pasó intacto al Romanticismo y posteriormente las Vanguardias del siglo XX lo llevaron a su expresión más alta.

¿Por qué señalo estos puntos sobre la cratividad y las reglas? Por la sencilla razón de que en nuestro ambiente artístico y escolar circunda una pésima concepción de la creatividad que consiste en pensar que lo “creativo” es lo que no está sujeto a reglas o, en el peor de los casos, que las reglas son una especie de dique de contención a la expresión particular. Esta última confundida con lo que hoy se llama novedad y su manifestación tanto en el arte como el lenguaje. De ahí deriva la confusión de enjuiciar como “creativas” obras estéticamente feas.