La sentencia del Tribunal Constitucional que desconoce el instrumento de aceptación de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se basa en que se obvió el requisito constitucional de enviarlo al Congreso. La omisión correspondió al entonces presidente Leonel Fernández, quien en una conferencia reciente en la sede de la OEA de hecho desconoció la competencia que él había aceptado como jefe del Estado. ¿Cómo describir esa ambigüedad sobre un tema de tanta trascendencia?
Aceptando la línea de razonamiento de quienes rechazan esa competencia, cabría preguntarse entonces si el señor Fernández no se excedió en sus atribuciones, incurriendo así en un abuso de poder, que las leyes y la propia Constitución, la actual y la anterior, vigente al momento de producirse, sancionan. Y vale insistir si lo dicho por el exmandatario en Washington constituye un acto de patriotismo, como se pretende, o una acción de descarada irresponsabilidad, ante el hecho de que los efectos de su omisión le han traído al país un problema enorme, colocando al gobierno del presidente Medina en una encrucijada que ha tratado de salvar con la diplomacia y el buen sentido que a su antecesor faltaron.
No se trata de enjuiciar la autoridad del tribunal dominicano como último intérprete de la esfera constitucional. Lo que si fascina es el hecho de que el expresidente Fernández cuestionara tácitamente una de sus decisiones más importantes en el campo internacional, al rechazar ahora lo que en 1999 aceptó como bueno y válido, por entender como sostienen expertos en la materia, que la ratificación de la Convención Americana de Derechos Humanos de hecho implicaba el reconocimiento de todos sus órganos y responsabilidades. Su excesivo protagonismo lo hacen contradecirse, llevándole de un error tras otro, con una secuela emocional y política para la república.