La manera en que aquí se practica la política condiciona la independencia de la justicia y convierte al país en un paraíso de corrupción. No seamos ilusos creyendo que es incierto, porque eso es lo que explica el archivo por la fiscalía y el tribunal supremo de los más escandalosos expedientes de malversación y hurto de recursos públicos, mientras en la mayoría de las naciones democráticas se hacen más rígidas cada día las acciones contra el desfalco de su patrimonio.
El más reciente y probablemente más ejemplarizante ejemplo de esa feliz realidad ajena a nosotros lo dio hace siete años, precisamente en febrero, un tribunal australiano, al enviar a la cárcel a un influyente funcionario hallado culpable de utilizar dinero del Estado para pagar prostitutas y, léase bien, ¡comprar cigarrillos! A juzgar por la experiencia dominicana, ese señor sería en este país recibido en el salón de embajadores y se les entregarían las llaves de la ciudad y quien sabe cuántos otros honores.
Bastaría recordar el deprimente caso del ciudadano español Arturo Del Tiempo Márquez, a quien el entonces presidente Fernández recibiera en el Palacio Nacional y se le diera un rango de oficial en la Policía, pese a estar involucrado, lo que no podían ignorar las autoridades, en negocio de drogas y lavado en proyectos inmobiliarios, a quien la justicia de su país encarceló tras un juicio del que la prensa tradicional dominicana no hizo mención alguna. Y con este señor muchos otros que se pavonean por los poderes del Estado orgullosos de sus fechorías, como respetables ciudadanos merecedores de amplias menciones en las páginas primeras y sociales de los diarios.
¿No es acaso el expresidente Fernández todo un héroe y perenne potencial candidato presidencial pese haberle dejado como herencia a la nación el más grande y perverso déficit de nuestra historia? Se necesita amar mucho a este país para creer que algún día será diferente.