A casi 3 años de perder a mi papá, por fin me salen las palabras para escribir sobre su muerte. Es algo que he querido hacer desde el mismo 22-06-16, no solo porque me gusta escribir y es una de mis terapias, sino también porque mi vida y la de mi familia cambió desde ese día, y creo que muchos otros se pueden identificar o inspirar.

No solo cambió por lo evidente (la ausencia de un miembro esencial de la familia), sino que cambió en nosotros mismos, en nuestra manera de pensar y de sentir, de creer y de vivir.

El día de la funeraria muchas personas preguntaron si nosotros estábamos medicados, porque no entendían cómo podíamos estar tan tranquilos y tan en paz ante una muerte inesperada. Mucha gente todavía hoy no comprende cómo hemos podido seguir adelante, trabajando 24/7 en un negocio que respira mi papá en toda su dimensión, y que era sigue siendo él. No se explican cómo sentimos alegría por cotidianidades, disfrutamos nuestros viajes con grandísimo placer, nos reímos de nosotros mismos, nos celebramos nosotros mismos, y en fin, vivimos como si no se nos hubiera caído un pedazo de nosotros mismos aquel 22-06-16.

La realidad es que sí se nos fue un pedazo de nuestra esencia ese día. Ese día despedimos una parte de nuestro corazón que nunca más se va a recuperar, porque uno aprende a vivir con el duelo, mas nunca se supera por completo. Sin embargo, y a pesar de esta realidad, lo que mucha gente no sabe es que nuestras vidas cambió para siempre ese día porque todos experimentamos la verdadera existencia de un Dios y un Cielo, y un Espíritu Santo vivo, y una paz celestial inigualable e incomprensible por quien no cree en estas cosas.

La muerte de mi papá es la prueba misma de la existencia de Dios, pues de principio a fin en todo su proceso se ve la mano de El, en mi papá y en mi familia. Solo Dios pudo llevarnos a todos desde el primer cáncer, pasando crisis tras crisis (de salud física y mental, económica, empresarial), sin perder la Fe, sin dejarnos caer por completo, a veces cuestionándonos muchos “sin razones” aparentes, que luego comprobaron que todo tenía que pasar exactamente como había pasado.

¿Cómo vimos a Dios en todo esto?

Mi papá no sufrió (dentro de lo que sufren pacientes con estos cánceres). La crisis le llegó en un viaje – rápido – a NYC que no estaba supuesto a durar más de 3 semanas. Si le hubiera tocado la crisis en R.D., no hubiera podido ser atendido por los mejores médicos, en el mejor hospital, conectado a las mejores máquinas, recibiendo las mejores medicinas. Estos médicos, en este hospital, con estas medicinas, lograron que no sufriera, que “ni cuenta se diera”, que se fuera despacio, en su tiempo y en el tiempo de Dios, despertando por un ratico, hablándonos a su manera, tocándonos como pudo, despidiéndose en su manera.

Mi papá se fue rodeado de nosotros 5, quienes no dejamos de abrazarlo, de tocarlo, de besarlo, de orarle. Entre alabanzas y canciones cristianas lo despedimos, y sabíamos que lo despedíamos porque poco a poco le bajaba la presión, según mostraban las máquinas, pues su cuerpo permanecía en paz, sus ojos no manifestaron ninguna queja, ningún dolor, ninguna señal de sufrimiento.

Al final, entraron las enfermeras a contarnos que “nunca habían visto algo así”. Con ojos llorosos nos dijeron que, a pesar de que estábamos en cuidados intensivos y estaba prohibido los ruidos, no quisieron interrumpir nuestro coro de alabanzas. Y es que realmente fue una muerte hermosa, la muerte más bella que puede tener un ser humano. Es una verdadera bendición despedir la vida terrenal rodeado de tu familia, entre alabanzas y oraciones, de la mano bendita de Dios.

Y así pasó todo de la mano de Dios, desde ese domingo 19-06-16, cuando a las 2:00 a.m. nos despertó el teléfono en R.D. para informarnos que papi había desprendido un pulmón y estaba en un coma inducido. A las 10:00 a.m. de ese mismo día llegamos a NYC sus 4 hijos a no despegarnos más nunca de su cama, para que, en cada momentico en el cual él “despertaba”, agonizando intubado, nos encontrara a su lado, pasándole la mano, y asegurándole que solo él no estaba.

Ahí mismo estuvo Su mano bendita cuando, por decisión de nosotros 4, le pedimos a los médicos que lo desentuben. “Se puede morir en ese mismo instante” nos advirtieron, y con Fe y mucho miedo – porque la Fe no es ausencia de miedo sino la convicción de que, a pesar del miedo, Dios estará – autorizamos. Y ahí de nuevo estuvo El. Mientras mi hermano y yo le agarrábamos de una mano cada uno, el médico quitó los tubos, mi papá salió del coma, nos vio, se rió, nos bailó, nos pelió un poco (porque seguía siendo él).

Dios es tan grande que me permitió vivir la experiencia más bella que yo he vivido en mis casi 33: cuidar de mi papá por 48 horas corridas. Le oré, le canté, lo besé, le dí de beber. Esos ojos hermosos pidiéndome agua y agarrando mi mano me borraron fatiga, hambre, sueño, y cualquier herida o dolor que podía guardarle hasta ese momento. Esos ojos en paz divina me confirmaron que su conversión espiritual fue real, que su perdón fue sincero, que estaba consciente de sus errores, que hasta el más grande pecador tiene derecho a arrepentirse, y sobre todo a conseguir la gracia de Dios.

Mi papá está en el Cielo y ninguno de nosotros tiene duda. Esa convicción absoluta es la Fe. Esa verdad incuestionable, y a la vez inexplicable en palabras terrenales, es lo que se siente cuando Dios habita en tu alma, y es el centro de tu familia. Por eso, no necesitamos medicinas en la funeraria, ni en el hospital. Por eso, seguimos adelante, y no solo sobreviviendo, sino viviendo intensa y felizmente, y por siempre agradecidos de la mano bendita de Dios en nuestra familia.

Así, seguimos descansándonos en El, confiando plenamente en su plan perfecto, y viviendo una vida que, a nuestro juicio, nos procure encontrarnos de nuevo con él, en aquel lugar perfecto al que Dios se lo llevó, y al que todos aspiramos algún día contar con la dicha de alcanzar.