Ha estado – en los últimos días – sobre la palestra jurídica la reciente Resolución Ref. RIC-69-2021 de la Dirección General de Compras Públicas[1] donde de manera indirecta, y entre otras cosas,  concluye que la contratación de abogados debe regirse por el procedimiento de excepción “para la realización o adquisición de obras científicas y técnicas” establecido en el párrafo del artículo 6 de la Ley núm. 340-06, “debido a las circunstancias y condiciones particulares de este tipo de servicio jurídico”.  Al respecto cabe preguntarnos si realmente deben las instituciones públicas dominicanas contratar abogados a través de los procedimientos de compras y contrataciones, o si esto podría atentar con la efectividad misma del oficio que representa – para cualquier cliente – el servicio de representación legal. Por ello, aquí compartimos unas consideraciones para la discusión.

La calificación de un contrato es una consecuencia directa del principio de legalidad, que depende de un análisis del contenido de las prestaciones y de su objeto, siempre respetando la unidad funcional que un contrato de servicios supone.

De manera preliminar, debemos analizar las características que rodean al contrato de servicios jurídicos. Iniciemos, entonces, definiendo y comprendiendo la naturaleza propia de los contratos de servicios jurídicos, bajo la premisa de que son contratos de confianza, y dentro de estos, intuitu personae.

El contrato intuitu personae, como especie del género "contrato de confianza", se celebra exclusivamente en atención a las cualidades especiales que detenta el contratante. Para Henry Capitant, en su obra Vocabulario Jurídico, hablamos de contratos intuitu personae cuando “se expresa que la consideración de la persona con quien se contrata ha determinado el consentimiento del o de los contratantes.”

En una cita obtenida de la obra del profesor Veras-Vargas[2], en voz de Juan Manuel Pellerano, ya hablando sobre el profesional del derecho, encontramos que “El abogado es un profesional servidor del derecho y colaborador de la justicia investido del título de Licenciado o Doctor en Derecho, autorizado al ejercicio por exequátur expedido por el Poder Ejecutivo, y cuya misión es ser consejero, defensor y representante en justicia de sus clientes.”

Reitera el maestro Pellerano que “se ha afirmado que se trata de un contrato sui géneris, pero la vaguedad de este concepto no satisface”, y lo complementa Veras-Vargas indicando que el servicio jurídico es ofrecido por un profesional liberal. El estatuto profesional del abogado se explica, precisamente, porque la contratación se sustenta en la confianza que despiertan en el cliente las condiciones personales del profesional liberal. Hasta en los diccionarios de la lengua española y en los vocabularios jurídicos se puede apreciar que la contratación descansa en la confianza que genera el profesional en el cliente. Agregamos nosotros que, en un escenario normal, lo que promueve la ponderación de contratar a un abogado es la confianza mutua que se genera (o ha generado) entre el posible cliente y el abogado, soportado por valores accesorios, pero igualmente importantes como el secreto profesional.

La razón de todo lo anterior es muy simple, y es que el abogado, así como otros profesionales especializados en otras ramas de la economía y sociología, genera su clientela en base no a elementos objetivos – que siempre ayudan – sino a un soporte subjetivo basado en la confianza – directa o indirecta – que impregna a quien le consulta o contacta, y esa es la naturaleza propia del contrato de servicios jurídicos, es un contrato atípico y de morfología variable que nace de la condición personal del profesional requerido.

“Por eso decimos que la confianza que debe infundir un abogado en el cliente no puede medirse por parámetros que no sean inspirados en quien toma la decisión de usar sus servicios. Eso no se mide ni por metro ni por peso, y de ahí que sea impertinente e irracional hablar de encasillar el apoderamiento de un abogado dentro de los “contratos administrativos” regidos por la ley de contrataciones públicas.”[3]

La confianza, como elemento del contrato de servicios de representación jurídica, es tan importante que en la Sentencia del Tribunal Supremo Español (Tercera Sala) de lo Contencioso – Administrativo, en el mes de abril del año 1990 se evaluó como una condición intrínseca del contrato de representación legal, induciendo a la idea de que cuando desaparece la confianza debe cesar la representación de manera inmediata.

En la República Dominicana, no existe ninguna disposición que regule de manera expresa cómo, ni si se debe, someter a un procedimiento de contratación pública la contratación de servicios jurídicos por parte de la Administración. Esto es un hecho no controvertido pues como comenta Vargas-Veras en su artículo, vigente todavía 4 años después, incluso, el ejercicio de la facultad libérrima de los funcionarios al frente de entidades descentralizadas, de apoderar libremente los abogados que las representen en justicia, ha sido expresamente consignada en leyes posteriores a las leyes números 340-06 y 449-06, en algunos casos de manera sutil, en otras, de forma más clara.

Por ejemplo, la Ley núm. 13-07, sobre traspaso de competencias de la Cámara de Cuentas al Tribunal Superior Administrativo, sugiere la facultad de los funcionarios a cargo de las instituciones públicas envueltas en una litis judicial, bien como demandantes o bien como demandadas, de elegir libremente y sin recurrir a la licitación, a los abogados que la representen en un determinado diferendo de orden administrativo.

Esto es reconocido por la propia Resolución estudiada, la cual en su párrafo 46 señala que “si bien el título no aborda la contratación de servicios jurídicos, la definición propuesta en el Reglamento que es más precisa, permite inferirlo”. Sin embargo, realiza una interpretación halada por los pelos y coloca dentro del procedimiento para adquisición de obras científicas y técnicas la contratación de abogados, lo que evidentemente genera un problema de fondo – no para la contratación pública – sino para la evaluación de la labor del abogado.

Ya hemos dicho que no hay disposición expresa respecto la contratación de abogados, y que históricamente se ha manejado de una forma coherente con el ejercicio profesional (liberal) y las disposiciones transversales que lo rigen, entonces nos preguntamos, ¿sería correcto interpretar que la contratación de servicios jurídicos cae dentro del procedimiento para adquisición de obras científicas y técnicas? La respuesta, indefectiblemente, debe ser negativa.

Los contratos de representación legal nacen de la confianza y la íntima convicción del cliente, quien – por sus propios medios – realiza los acercamientos tendentes a que su representante legal sea específicamente una persona. La finalidad (y el objeto) de este tipo de contratos es a obtención de un resultado en el que intervienen factores humanos, intelectuales y de estrategia, lo que llevan a caracterizar este servicio como de carácter intelectual, lo que genera (históricamente) un tratamiento especial al margen de la contratación del sector público ordinaria[4].

Pretender lo contrario eliminaría la capacidad de reacción – ya sea de los ataques judiciales del adversario, o de la necesidad de crear una ofensiva adicional – destruyendo el arte de la estrategia propuesta (o necesaria) para un caso concreto, ya que no hay forma de eficientizar el proceso de compras y contrataciones destinado a bienes tangibles, para labores tan específicas, especiales y maleables como la representación en juicio de los intereses estatales.

Así ha sido reconocido recientemente por nuestra Suprema Corte de Justicia, en virtud de la Sentencia No. 0692/2021 del 24 de marzo del 2021, la cual, entre muchas otras cosas, expresamente plantea que el contrato de cuota litis es un acuerdo suscrito entre una persona que tiene el deseo o la necesidad de ser representada en justicia y un abogado litigante, mediante el cual el segundo acepta asumir la representación y defensa en justicia del primero, originándose entre ellos un mandato asalariado en que el cliente es el mandante y el abogado es el mandatario.

Por lo tanto, la confianza que informa la relación entre abogado y cliente será, en principio, producto de la necesidad del cliente en confiar en quien está dotado de una experiencia y conocimiento de la que él carece, confianza que se irá transformando y solidificando a través de la actuación del abogado que, conocedor de sus obligaciones y deberes, actuará comprometido con ellos, entregándose a la defensa de los intereses de su cliente sin fisuras o incertidumbres, sin olvidarse, eso sí, que la confianza se construye lentamente y se destruye rápidamente, pues como decía Augusto Cury[5] , la confianza es un edificio difícil de construir, fácil de demoler y muy difícil de reconstruir.[6]

En la referida Sentencia No. 0692, luego de reiterar que la administración puede celebrar contratos de derecho común o contratos administrativos con las características especiales que le son inherentes, de lo cual dependerá el régimen jurídico aplicable al mismo, agrega que al tratarse en este caso de una ley especial (tal y como lo advirtió la corte), como lo es la núm. 302 de 1964 sobre Honorarios de los Abogados, debe admitirse que es esta la normativa aplicable en las relaciones surgidas entre abogado y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común o las que rigen la materia administrativa, en el contexto de una contratación de un abogado litigante por una institución estatal para fines de su defensa.

En atención a lo anterior, podemos concluir que (i) no existe regulación expresa que someta a un procedimiento de contratación pública la contratación de servicios jurídicos, lo que implica que no están sometidos este tipo de contratos a dichos procedimientos; (ii) no se puede realizar una interpretación donde se coloque este tipo de servicios dentro del procedimiento para adquisición de obras científicas y técnicas porque iría en contra de la naturaleza misma del contrato de servicios de representación legal, y (iii) hacerlo rígidamente sería totalmente contraproducente con la ejecución misma de la labor a ser contratada, pues sería imposible mantener los elementos de confidencialidad, estrategia, preparación previa y factor “sorpresa” de los que depende el primer contacto (y consulta) entre un cliente y su abogado.

Esta interrogante ya ha sido zanjada a nivel europeo. El artículo 10.d) de la Directiva 2014/24 excluye de manera específica la contratación de abogados por la Administración pública de los procedimientos de contratación pública, de manera concreta respecto los servicios jurídicos de asesoría y de representación en juicio (litigios). Esta exclusión se hace en atención a las “características intrínsecas especiales en la prestación de determinados servicios jurídicos que conllevan la exigencia de un tratamiento específico para este tipo de servicios”[7].

Esta exclusión ha sido refrendada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en el año 2019, donde se reiteran importantísimos preceptos adjudicados a la contratación de abogados para labores especiales y específicas, y en dicho fallo, hablando de la relación entre las partes – en ocasión de la contratación de servicios jurídicos desde el punto de vista público – indicaba que esta relación intuitu personae entre el abogado y su cliente, caracterizada por la libre elección de su defensor y la relación de confianza que une al cliente con su abogado, dificulta la descripción objetiva de la calidad esperada de los servicios que hayan de prestarse.[8]

Y cita Veras-Vargas a Ernesto Vargas Weil, con que se trata por tanto de un verdadero mandato, que se caracteriza por que la gestión “confiada” al mandatario es la representación judicial y la defensa en juicio de los derechos de la persona que lo confiere y que por tanto toma el nombre de “mandato judicial”. Este contrato constituye de esta forma un caso particular del mandato, que por tanto se rige por las normas especiales de derecho procesal que lo regulan y, en subsidio, por las reglas del mandato civil, con exclusión de las normas que rigen el contrato de arrendamiento de servicios inmateriales.  De este modo, el mandato judicial es por su propia esencia un contrato de confianza.[9]

Y es que además de lo especial de este contrato, hay un elemento – el de la confidencialidad – que se destruye desde el momento en que deba ser sometida al escrutinio previo de los reglamentos estándar de compras y contrataciones, una contratación de esta índole.

Así, la confidencialidad de la relación entre el abogado y su cliente, cuyo objeto consiste en salvaguardar el pleno ejercicio de los derechos de la defensa de los justiciables como en proteger la exigencia de que todo justiciable tenga la posibilidad de dirigirse con entera libertad a su abogado, podría verse amenazada por la obligación del poder adjudicador de precisar las condiciones de adjudicación de ese contrato y la publicidad que debe darse a tales condiciones.[10]

Por esto es por lo que los servicios prestados por un abogado solo se conciben en el marco de una relación intuitu personae entre el abogado y su cliente, marcada por la más estricta confidencialidad.[11]

Respecto a sus elementos, se ha dejado constancia de que el objeto del contrato de servicios jurídicos puede incorporar actuaciones e intervenciones diversas que en todo caso afectan el ámbito competencial del poder adjudicador, y puede comprender tanto la asistencia jurídica de evaluar y preparar el proceso como la propia representación en juicio, en distintas instancias, por lo que la representación en juicio, y la asesoría que supone, resulta una tarea compleja (por no decir imposible) de determinar exactamente las prestaciones que conllevará.[12]

Entonces, en virtud de todo lo que hasta ahora hemos podido evaluar, es importante concluir con lo siguiente:

  • El abogado – así como el médico – es requerido en base a la confianza que personalmente genera. No es, como dice Vargas-Veras, un conjunto de carpetas y números fríos lo que permite evaluar su idoneidad objetiva.
  • La labor del abogado litigante está impregnada de elementos intuitu personae, así como elementos complejos de confidencialidad estratégica y que afecta el caso desde sus inicios, lo que no soportaría el escrutinio generado por las publicaciones en los portales de contratación pública.
  • El incumbente que requiere los servicios de abogados será evaluado en caso de que el resultado – o el proceso – no haya sido adecuadamente ejecutado por el profesional contratado. Esto parte de que dicho individuo fue elegido en base a la confianza que genera ante el funcionario, y reitera lo que hemos visto.
  • Incluso los procesos de excepción generan la necesidad de publicar y justificar la contratación, donde se perdería toda la confidencialidad que requiere la instrumentación de un caso en etapa de investigación. Sin importar la rama, civil, penal, tributario o administrativo, cualquier publicación necesariamente alertaría a los posibles infractores y permitiría la distracción de pruebas, fondos y responsabilidades.
  • La práctica Estatal, antes y después de la normativa vigente, ha sido la de delegar en el incumbente las contrataciones de este tipo. La naturaleza propia de dichas relaciones jurídicas se ha sustentado anteriormente, local y en el extranjero. La profesión del abogado es incompatible con la lucha de precios, ya que las normas que rigen la profesión impiden la autogestión de clientes en base a ese tipo de prácticas que, según la norma, se consideran censurables.

Aunque es necesario actualizar la legislación vigente para que estos temas se traten con mayor claridad, la práctica histórica – y la lógica jurídica – se imponen en la labor de interpretación del derecho positivo, ya que, como bien dijo la Suprema Corte de Justicia en el fallo en otros párrafos reseñado, argüir lo contrario, es decir, admitir el uso de disposiciones legales distintas a la Ley núm. 302 de 1964, sobre Honorarios de los Abogados, sería reducir su alcance, pues al tratarse de una ley especial esta se impone a dicho tipo de contrato.

Que esta opinión sea el punto de partida para que el debate genere legislación novedosa, pero sin inhabilitar la operatividad judicial de la representación del Estado que, durante décadas, ha sido coherente sin violentar la norma pues, en definitiva, con la fórmula legislativa actual las contrataciones directas de abogados por el Estado no solo son posible, sino que es la manera idónea de proteger los intereses colectivos generados por la función pública.

[1] Se puede consultar en el portal de la Dirección General de Compras Públicas.

[2] El estimado Edward Veras-Vargas publicó hace algunos años, en Gaceta Judicial, un excelente artículo que sirvió de impulso para el presente texto, cuya lectura recomendamos. Puede ser encontrado en https://edwardveras.blogspot.com/2020/04/son-anulables-todos-los-contratos.html

[3] Edward Veras-Vargas. Gaceta Judicial Edición 363, mayo 2017

[4] "La contratación de los servicios jurídicos en la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público", preparado por Jesús Rubio Beltrán como trabajo de fin de máster presentado ante la Universidad Autónoma de Madrid en el año 2018.

[5] Augusto Cury (COlina, Brasil, 2 de octubre de 1958

[6] "La contratación de los servicios jurídicos en la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público", preparado por Jesús Rubio Beltrán como trabajo de fin de máster presentado ante la Universidad Autónoma de Madrid en el año 2018.

[7] Jesús Rubio Beltrán. (2019). La contratación de los servicios jurídicos en la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de contratos del sector público. Revista de Estudios de La Administración Local y Autonómica. Nueva Época, p.190.

[8] Pár. 36, TJUE 6 Jun 2019 – Nº C-264/18).

[9] Vargas Weil, Ernesto; “La Relación Jurídica Cliente-Abogado”, Revista Derecho y Humanidades, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, No. 17, 2011, pp. 48-61

[10] Pár. 37 TJUE 6 Jun 2019 – Nº C-264/18

[11] Pár. 35, TJUE 6 Jun 2019 – Nº C-264/18

[12] "La contratación de los servicios jurídicos en la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público", preparado por Jesús Rubio Beltrán como trabajo de fin de máster presentado ante la Universidad Autónoma de Madrid en el año 2018.