A mediados de los ochenta, el ex-presidente Juan Bosch  ofreció en público un encomiable gesto de modestia, que contradecía su fama de soberbio, de trato difícil, con un alto porcentaje de encontronazos con la prensa. Contados dirigentes políticos dominicanos habían hecho alguna vez confesión pública tan severa y sincera, como la que el líder del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) hizo entonces en una reunión con abogados de Santiago.

En esa oportunidad, Bosch dijo que la historia dominicana no registraba en sus páginas a ningún hombre de Estado. Había una dosis alta de coherencia en la frase. Pese a su severidad, la conclusión encuadraba en la línea de pensamiento del ex-mandatario respecto a lo que él describía como atraso político del pueblo dominicano.

Tratándose de un ex-presidente, era obvio que Bosch, al plantear el tema había querido decirnos que él no se consideraba a sí mismo como un hombre de Estado. Ya había dicho,  años atrás, que Trujillo, el feroz dictador que tiranizó al país por tres décadas, sabía gobernar porque supo mantenerse en el poder, cosa que él no logró hacer. De manera que por simple deducción su llegada al poder, tras una elección democrática frustrada siete meses después por un golpe militar, fue en cierta forma, a sus propios ojos, un accidente político, o uno de esos hechos fortuitos inmerecidos, pero determinantes, tan frecuentes a lo largo del desarrollo histórico de nuestros pueblos.

Hubiera sido interesante determinar si Bosch pasó por alto este detalle sobre sí mismo, cuando hizo la afirmación. En las reseñas publicadas por los diarios de ese acto, muy concurrido por cierto, no aparece ninguna salvedad del disertante. Tampoco en los días posteriores se publicó aclaración del afectado corrigiendo la crónica, en la eventualidad de que se hubiese sentido víctima de una mala interpretación o un error, ya fuera éste intencional o de buena fe.

En vista de que el ex-presidente no solía dejar pasar oportunidad alguna para enmendarle a los diarios los errores o faltas que cometían en lo que a su figura o actividades concernían, no debe descartarse que en este caso concreto las versiones publicadas correspondían estrictamente a lo afirmado por el dirigente político, fallecido años después en el 2001.

Todo esto obliga a concluir que, contrario a lo que muchos de sus detractores sostenían, el líder peledeista era un hombre consciente de sus limitaciones, una de las cualidades más admirables en el ser humano. Habría necesidad de admitir,

sin embargo, que si bien su conclusión era aplicable a su carrera, y él mejor que nadie para valorarse, tal vez en su exceso de modestia incurriera en un falso juicio al generalizar como lo hizo.

Quizás su error estribaba en juzgar la historia nacional al través del papel que él había desempeñado en ella. Dentro de ese marco de valoración no es difícil entender sus conclusiones. Pero si bien es reconfortante ver cómo, saliéndose de la tradición, un político dominicano era capaz de juzgarse con severidad a sí mismo, al igual que en ocasiones anteriores, en aquella oportunidad Bosch había sido en extremo injusto con la nación. Con todos nuestros defectos, nuestro atraso político, que él nos recordaba con tanta insistencia, y nuestra accidentada y en cierta medida frustrante carrera democrática, hemos tenido hombres de Estado que han contribuido a exaltar el quehacer político.

No dimos un Bolívar y no hemos tenido un Fidel Castro, para estar más próximo a los gustos de Bosch en aquella época, pero tuvimos un Duarte. ¿Qué más necesitamos?

En tiempos del generalísimo Francisco Franco se criticaba a Juan Bosch por su falta de militancia respecto a la dictadura española. Los amigos políticos del ex-presidente justificaban su actitud no tanto como un acto de reconocimiento al caudillo, sino como un proceder lógico de un autoexiliado que prefería los calmados aires españoles a los candentes calores políticos del Caribe.

Con todo, era un comportamiento inconsistente en un líder que había castigado con el implacable látigo de su verbo a cuantos regímenes en Latinoamérica se erigían por encima del derecho para sojuzgar a una nación.

Parecía cuesta arriba que Bosch, tan afín ideológicamente a intelectuales y políticos que habían luchado contra el fascismo y respaldaban la abortada República Española, ignorara los excesos de la dictadura de Franco. El hecho de que él viviera en Benidorm explicaba en parte su actitud, pero no la justificaba.

Hacía falta en realidad una motivación, que no podía en apariencia encontrarse en lazos ideológicos o vínculos personales, porque no se sabía de la existencia de alguna amistad entre esos dos dirigentes. La tesis de la Dictadura con Respaldo Popular, distaba mucho de parecerse al tipo de gobierno que el caudillo español había implantado en su país.

Los puntos de vistas de Bosch chocaban, en efecto, con el historial político de Franco. Tras el golpe militar que le derrocó el 25 de septiembre de 1963, Bosch se había convertido al marxismo. Se daba pues un fenómeno excepcional. Mientras los marxistas abandonaban y combatían a España, un nuevo discípulo de esa doctrina se refugiaba en el centro de la reacción europea, uno de los últimos reductos del fascismo que reinó en el continente en los años 30 y comienzos de la década siguiente.

A comienzos de ese 1985, la visita al país, invitado por el ex-presidente Joaquín Balaguer, del líder conservador español Manuel Fraga Iribarne, pudo haber dado una respuesta, pero sólo consiguió aumentar la confusión. En el aeropuerto Las

Américas coincidieron una tarde Bosch, que partía hacia Nicaragua a la toma de posesión de Daniel Ortega, y dos allegados de Fraga, Gonzalo Robles, de las juventudes del partido Alianza Popular, y Luis Hergueta, asistente del político español.

De la conversación resultante surgió un comentario de Bosch sobre el régimen franquista. En América Latina, Franco hubiese sido un demócrata., le habría dicho el expresidente a los dos visitantes españoles. Hubo testigos dominicanos de esta conversación informal y luego, durante una cena de despedida a Fraga se confirmó esta expresión salida presumiblemente de labios del ex-mandatario.

Esta precisa y clara interpretación de la naturaleza política de la dictadura de Franco podría haber bastado para entender, en cierto modo, el inexplicable silencio de Bosch frente a la España franquista, en el periodo final de la dictadura. Pero no ha sido así. Primero porque no era suficiente una sola versión de este género para formular un juicio definitivo sobre la interpretación de un líder de la talla de Bosch acerca de un periodo tan importante de la historia de España y, segundo; porque muchos se resistían a creer que Bosch tuviera tan pobre opinión sobre América

Latina.

De todas maneras el asunto sí merecía un artículo como el que publiqué sobre el tema en enero de 1985.