Hace un tiempo, al referirme al papel de la prensa y a una experiencia personal, escribí: Hay algo peor que la censura y es la que se imponen los medios y muchas son las razones y factores que la han explicado a lo largo de nuestra defectuosa vida democrática. Pero existe un acto de degradación todavía mayor que ocurre cuando los periodistas, fuera por dinero, afecto o miedo, declinan voluntariamente su misión y se ponen al servicio de un grupo o una corriente política a la que sólo le guía la ambición de poder, sin causa alguna, y llegan al extremo de cuestionar la labor de sus colegas, respondiendo a una directriz llegada desde el Palacio u otras alturas del poder. La militancia de muchos periodistas contamina la prensa. Y ese es uno de los peores males del ejercicio de la libertad en el país. Toda crítica es vista así como una forma de oposición, como si la oposición fuera además un crimen en una sociedad abierta y pluralista, olvidando de este modo el inconmensurable valor que el ejercicio de esta y la práctica de un periodismo libre, ajeno a toda influencia extraña a él mismo, representan para la vida democrática de una nación que se precia de sustentar esos valores. Confieso que es visto y leído de todo en este oficio a lo extenso de cuatro décadas de difícil transitar por muchos medios nacionales y extranjeros. Pero admito que no siempre tiene uno el privilegio de ser objeto de una crítica por algo que todavía no ha dicho. Es decir por lo que se ha escrito para el día siguiente y que algún duende adivinó para producir el milagro de ver ambas cosas llegar juntas a los lectores. Un milagro que sólo el culto a una divinidad viviente puede originar, para asombro de quienes creen que la amistad y el respeto profesional imponen límites inviolables. Soy culpable del peor de los delitos: el de ejercer la libertad. Me espera una condena severa y el rechazo de viejos compañeros.
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