Ahora que República Dominicana está empezando a experimentar limitaciones en el número de camas, de unidades de cuidados intensivos, de respiradores e inclusive de sangre para atender a personas en estado crítico, es importante empezar a pensar en cómo construiremos nuestro entorno de manera física, pero también ética y económica, un proceso en el que la humanidad se ha embarcado más de una vez. Además, políticamente el país se encuentra en un cambio de equipo, lo que implica mayores posibilidades de implementar cambios.
La geografía urbana dominicana actual tiene mucho que agradecerle al crecimiento poblacional y económico del país en los últimos sesenta años. Santo Domingo del año 2020 ofrece más y mejores servicios y da empleo a muchas más personas que se aglomeran en barrios y urbanizaciones antes inexistentes. Y si bien hubo mucho crecimiento horizontal de la ciudad, con la proliferación de casas ricas y modestas, la posibilidad de controlar el microclima a través del aire acondicionado también favoreció la construcción de apartamentos que permitían un uso más intensivo del terreno urbano. Este mismo aire acondicionado también permitió la oferta de servicios a través de call centers, industrias y oficinas que reunían a un gran número de colaboradores. Todo esto contribuyó a una inmensa densidad poblacional que ahora debe interactuar menos (y con más distancia entre unos y otros) para preservar la salud de todos. Entre los elementos negativos de este crecimiento estuvo la desorganización e ineficiencia del transporte, que provocó durante estas dos primeras dos décadas del siglo XXI un progresivo taponamiento de las vías de circulación que nos llevaban a un colapso vespertino cotidiano.
Entre los elementos agradables del estado de emergencia estuvo la ausencia de tapones durante semanas, aumentando la productividad de los que podían realizar el trabajo a distancia e implicando una reducción local del consumo de petróleo, tal como se vio también a nivel mundial. La necesaria revisión de nuestro sistema de transporte podrá incluir ahora la atención a los horarios de trabajo, una iniciativa a la que anteriormente se le veían escasas posibilidades de aplicación.
Otro feliz aprendizaje de la limitación de las interacciones fue la valoración del trabajo y del sistema de producción capitalista. Se diseñaron e implementaron medidas para responder al confinamiento, pero tanto personas que se conciben a sí mismas como empleados como aquellas que suelen tener una actitud más emprendedora, vivieron en primera línea la importancia de producir más. Se consumían menos bienes y no se usaban muchos servicios y aunque literalmente hubo comida y dinero para adquirirla, el tedio y la desconfianza con la situación a largo plazo motivó a más de uno a buscar ocupaciones creativas. Es cierto que crecieron los programas asistencialistas, pero hubo una revalorización del trabajo y por ello todos los candidatos presidenciales insistieron en la necesidad de apoyar a las empresas ya fueran pequeñas, medianas o grandes. La situación ahora es elegir el énfasis de manera que los esfuerzos logren insertarse exitosamente en un mundo todavía incierto.
Ante este panorama, una atención a las dimensiones éticas y medioambientales son herramientas más útiles de lo que se suele considerar. La producción de bienes no solo por su valor monetario, sino por lo que significa para la dignidad de la persona humana fue un tema abordado por religiosos pero que ahora cobra mayor significación ante el peligro de la delincuencia y ante la necesidad de ser valorados en un mundo donde, por lo menos en el momento actual, no hay escasez de bienes. La atención a cómo se logran los objetivos es un factor favorablemente diferenciador para empresas e individuos. De eso se trata la construcción de un nuevo mundo.