Una de las características medulares del Derecho contemporáneo es su creciente constitucionalización, es decir, la irradiación de la Constitución hacia todas las ramas jurídicas. Las causas de este fenómeno son varias pero podrían sintetizarse en dos: (i) la conceptuación de las normas constitucionales como principios, con una fuerza expansiva fuera del ámbito de los poderes públicos y que (ii) impacta en las relaciones entre privados, gracias a una jurisdicción constitucional especializada con la potestad de dictar sentencias interpretativas, que mandan la interpretación de todas las normas jurídicas conforme la Constitución. Este fenómeno es de tal importancia que puede afirmarse que el Derecho es, en gran medida, lo que es hoy en día gracias a la constitucionalización del Derecho. Parafraseando a Adam Smith, puede decirse que no es por la benevolencia del Derecho que podemos contar con que es inconstitucional el deber de pagar los impuestos y luego reclamar en justicia (el viejo principio del “solve et repete”), sino por el efecto de la constitucionalización del Derecho tributario.
De todas las disciplinas jurídicas la más constitucionalizada es el Derecho administrativo. Tan constitucionalizada es que podría afirmarse que el Derecho constitucional y el administrativo son hermanos de padre y madre. Los alemanes expresan esta estrecha relación entre ambas ramas del Derecho publico diciendo que el Derecho administrativo es el “Derecho constitucional concretizado” (Fritz Werner), el Derecho constitucional caminando en la calle, el Derecho constitucional en acción.
La República Dominicana no escapa a este fenómeno. Ello así por tres razones fundamentales. Primero, una Constitución que, como la de 2010, encuadra constitucionalmente la Administración publica, como organización estatal y como función administrativa. Segundo, un Tribunal Constitucional que, como el dominicano, ha sido sumamente activo en el dictado de sentencias que buscan domesticar jurídico-constitucionalmente una Administración que, desde 1844 hasta la fecha, se ha comportado frecuentemente como un verdadero Leviatán. Y, tercero, la entrada en vigor de la Ley 107-13 sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo, que ha constituido una cuasi reforma constitucional a partir de la cual se sientan las bases para la construcción de un Derecho administrativo que ni sea Derecho de la autoridad ni tampoco del simple equilibrio entre las potestades de la Administración y los derechos del administrado, sino que sea uno centrado en la persona, pues, como el propio legislador lo reconoce, “en un Estado Social y Democrático de Derecho los ciudadanos no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana, siendo en consecuencia los legítimos dueños y señores del interés general, por lo que dejan de ser sujetos inertes, meros destinatarios de actos y disposiciones administrativas, así como de bienes y servicios públicos, para adquirir una posición central en el análisis y evaluación de las políticas públicas y de las decisiones administrativas”.
Es por la insoslayable trascendencia de esta constitucionalización del Derecho administrativo que hay que aplaudir la recientemente puesta en circulación de la obra del magistrado Rafael Ciprián intitulada precisamente “Derecho Administrativo Constitucionalizado”. En un país como la República Dominicana, donde la doctrina jurídica, principalmente en el ámbito del Derecho público, ha sido casi siempre, con contadas e importantes excepciones, una doctrina episódica, de artículos, en la prensa o en revistas especializadas, que los juristas puedan contar con una monografía que estudie en detalle la incidencia de las normas constitucionales en el ámbito de la Administración y su Derecho es un hecho sumamente positivo y que, además, contribuye a lo que el propio Ciprián denomina “la democratización de la Administración Pública”. Y es que, como el mismo Ciprián nos recuerda en este libro cuya lectura recomendamos, la dogmática iusadministrativa tiene que jugar un rol crítico y no contemplativo, porque “no hay conocimiento critico sin criticidad”. Lógicamente la crítica a la que el autor se refiere no es el “derecho al insulto” que hoy es tan popular en las redes sociales entre juristas y leguleyos que lanzan rayos y centellas contra los portavoces de cuanta opinión jurídica encuentran improcedente. Mas bien, aboga por una dogmática que contrapese esa detestable doctrina de los juristas avestruces, siempre prestos a adoptar posiciones “políticamente correctas” y simpáticas con las coyunturales y veleidosas mayorías, autoerigiéndose en paladines del principio de legalidad, pero lo suficientemente hipócritas para ignorar adrede la gran viga que existe en el ojo de nuestro Derecho administrativo, con situaciones tan vergonzosas como, por ejemplo, las inconstitucionales pero populares sanciones impuestas por un órgano sin potestad legal sancionadora como Proconsumidor.