En las últimas semanas se ha producido en los medios de comunicación un interesante debate sobre los límites que el constitucionalismo impone a la democracia. En este contexto, Eduardo Jorge Prats ha escrito varios artículos en los que expone su convicción de que la democracia encuentra su límite en la “razón constitucional”.

Con este argumento ha intentado desmarcarse del punto que dio lugar a esta discusión.  Este era la idea de que sólo hay una respuesta constitucionalmente adecuada a la pregunta de si Loma Miranda es declarada parque nacional o no.

Ahora bien, no le hace falta razón a Jorge Prats cuando le da importancia al punto que ha devenido en el central del debate: los límites que el ordenamiento jurídico establece a la democracia; y viceversa.

Lo cierto es que, cuando el destacado constitucionalista expone su caso, resulta casi convincente. Afirma que las constituciones tienen su origen en la voluntad popular y que, por lo tanto, todos los límites que imponen al ejercicio del poder son democráticos. Incluso si lo que se limita son decisiones democráticas.

El problema de este argumento es que tiene un punto de partida errado. El supuesto origen popular de la Constitución dominicana es una ficción que no resiste un análisis histórico o político. La soberanía popular en nuestro ordenamiento es puramente simbólica, la asamblea constituyente popular es una deuda eterna de la clase política dominicana con el pueblo. La última vez que nuestro pueblo pudo actuar como Constituyente fue cuando se alzó en armas para restituir al profesor Bosch en el Palacio Nacional. El resultado no fue el esperado y desde entonces la espera ha sido en vano.

Por lo anterior no debe confundirse nunca “constitucionalismo” con “Constitución”. Mientras que el primero es un conjunto de ideas y valores con gran difusión y aceptación, la segunda atiende a una realidad particular.  Como afirma Konrad Hesse, todo constitucionalismo es local. Y nuestra historia no sustenta el argumento del origen democrático de la Constitución.

Si lo vemos en este contexto, los argumentos de Jorge Prats pierden su fundamento democrático. Lo que protege unestado de Derecho constitucional son las decisiones tomadas por los que le dieron forma. Si estas no fueron tomadas por las mayorías, entonces no puede afirmarse que estas obedecen a lo que estas mayorías piensan u opinan. En el caso dominicano no ha sido el pueblo quien ha tomado las decisiones constitucionalmente establecidas, razón por la cual nuestro sistema constitucional tiene un grave déficit democrático. Y eso no es posible esconderlo detrás de ninguna figura jurídica.

Lo anterior no es un secreto, lo conoce bien todo buen estudioso de la historia constitucional dominicana. Jorge Prats asume como fundamento del poder último una soberanía popular que no se produce en los hechos. Con ello recoge la bandera de Hans Lindahl, para quien la soberanía popular es un simple símbolo que no tiene por qué existir en la realidad. No es un fin a alcanzar y carece de resultados prácticos porque el objetivo es mantener la validez de un símbolo, no la eficacia de una causa[1]. Es decir, se limita la soberanía popular a ser un argumento de legitimidad que nunca tiene por qué cumplirse en la realidad: Una soberanía fetiche.

De tanto hacer énfasis en una soberanía fetiche, se cae en la Constitución fetiche. Esto así porque, reitero, como en toda obra humana la “razón de la Constitución” es la razón de sus creadores. De ahí que lo que Jorge Prats presenta como límites democráticos a la democracia son, en realidad, los límites que los creadores de la Constitución impusieron a la democracia. Al disolver el principio democrático en la obediencia a esas “razones constitucionales”, crea las condiciones para un constitucionalismo excluyente de las mayorías y del disenso.

Esto queda bien claro cuando, en el cuarto párrafo de su artículo “El constitucionalismo de la izquierda gourmet” (enlace), reprocha a los críticos del proceso de reforma de 2010 el que hoy estén exigiendo el cumplimiento de la Constitución. Para el fetichismo constitucional, o se está en completo acuerdo total con la “razón constitucional” o se debe rechazar la Constitución completamente y callar cuando se la viola. Lo democrático, precisamente, es obedecer y reclamar el cumplimiento de una Constitución con cuyo contenido y proceso de creación no se está de acuerdo.

No es tampoco válido afirmar, como hace, que el hecho de que los Tribunales fallen en muchas ocasiones en favor de los intereses de las mayorías es prueba del carácter democrático del sistema. Como le señalamos en nuestro artículo anterior (enlace), más relevante que esto es el hecho de que cuando la Constitución es violentada, casi siempre es para imponer intereses contrarios a las mayorías.

Al final, la pregunta central de todo este problema sigue siendo la misma: ¿de quién es la “razón constitucional”? Es una verdad de Perogrullo que si esa razón no es la expresada por el pueblo, no es una razón democrática. La democratización de nuestro ordenamiento constitucional es una tarea pendiente a la que no podemos renunciar. Oponer la Constitución a la voluntad popular sólo logra el debilitamiento tanto del sistema constitucional como de la democracia. Pretender imponer una “razón constitucional” desvinculada de la democracia es, según prueba la historia, el primer paso hacia el autoritarismo. O algo peor.


[1]Lindahl, Hans “El pueblo soberano: El régimen simbólico del poder político en la democracia”, en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), núm. 94, octubre-diciembre 1996, p. 64.