Los hechos de los últimos días ponen nuevamente sobre el tapete una preocupante tendencia en la República Dominicana. Poco dados a intercambiar argumentos, queremos convertirlo todo en conflicto personal. O, al menos, de personalidades.

Los dominicanos no debatimos lo público, sino que solemos limitarlo a un choque de “seriedades”. Casi todos los argumentos sobre temas importantes pueden resumirse en: “Fulano no es serio” o “Yo soy más serio que fulano”. No nos damos cuenta – o quizás sí- de que por la puerta que esto abre entran las descalificaciones. Y, cuando eso pasa, la razón sale por la ventana.

El asesinato de Juan de los Santos es un claro ejemplo de lo anterior. Conocida su muerte, arrancaron las especulaciones. Y como no parece haber sido un crimen con explicación política, inmediatamente empezaron los juicios personales. El ataque a la víctima.

Ese ataque se concretó en insinuar –aunque algunos lo dijeron claramente- que esta muerte era merecida por los negocios a los que se dedicó. Ahí entró en juego el estigma y la carga clasista de nuestros prejuicios, porque la víctima era banquero, con minúscula, no Banquero.

No conformes, muchos se rasgaron las vestiduras porque por la muerte un banquero –con minúsculas- se decretó duelo oficial. Olvidaron, convenientemente, que era alcalde de uno de los municipios más importante del país y, además, presidente de la Federación Dominicana de Municipios (FEDOMU).

Pero no, nos ensañamos con el muerto con la misma algarabía con la que ensalzamos a ciertos vivos – que lo son en todo el sentido de la palabra.

Cuando alguien quiso señalar que esta muerte es síntoma de mayores problemas sociales, que es reflejo de lo que somos, se le quiso callar. No se aceptaron argumentos sobre la enorme carga de violencia de todo tipo que esta sociedad lleva, tolera y hasta promueve. No se quiso ni oír hablar de la importancia de regular el porte y tenencia de armas de fuego, de la conveniencia de un desarme nacional para evitar que nos sigamos matando como salvajes por cualquier cosa.

Nada de eso había que escucharlo porque el culpable, el “no serio”, fue la víctima, quien no contaba con nuestra incoherente aprobación, y por ello no merece consideración.

Esto es un caso aislado, sino una forma de ser. No queremos discutir, preferimos insultarnos, quizás porque es más emocionante, pero seguro porque es más cómodo. Preferimos sentirnos superiores a hacer la autocrítica que necesitamos asumir. Por eso quitamos siempre el ojo de la bola. Esto tiene la ventaja de que nos libera de la responsabilidad de esforzarnos por cambiar, aunque sea un poco, una sociedad que celebra el abuso, castiga a la víctima y rechaza al denunciante.

Estamos tan ocupados en juzgarnos unos a otros que no podemos hablarnos. Queremos erigirnos en jueces y verdugos morales de todos los demás. Pero juzgar en esos términos es una tarea riesgosa, como me recordó una amiga ayer: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

No quiere esto decir que dejemos de discutir los problemas. Pero el abordaje debe ser distinto. Si el problema son las bancas –que lo son- exijamos su regulación. Si el problema es la confusión entre las fortunas personales y el acceso a las posiciones electivas, exijamos la Ley de Partidos. Si el problema es que no nos gusta quienes nos representan, participemos en la política. Esas son todas posiciones válidas y, desde mi punto de vista, necesarias. Lo que no sirve de nada es distraernos con una competencia demencial por demostrar que cada uno de nosotros es más serio que el resto de los diez millones de dominicanos. Tenemos que dejar de descalificarnos y prestar atención a lo importante.

Todo lo demás es conjurar contra nosotros mismos.