Hay una voz dentro de nosotros que nunca conseguimos acallar. Es la voz de la conciencia. Ella está por encima del orden establecido y de las leyes vigentes. Hay hechos delictivos como violar inocentes, quitar de la boca del hambriento el pan que lo salvaría de la muerte, robar el dinero destinado a la salud y a la educación, practicar la corrupción como verdadero pillaje de millones de reales destinados a las infraestructuras y otros crímenes horrendos. El delincuente puede acostumbrarse a tales prácticas hasta el punto de crear una segunda naturaleza y pensar: «como es cosa de todos, y de nadie en particular, puedo apropiármela». Si ocupa un cargo público dice: «el que se enriquece en esta posición es un listo, quien no lo hace es tonto». La corrupción, endémica en Brasil y en nuestros países latinoamericanos y caribeños, se rige por tal sofisma.
Pero nadie se puede librar de la voz interior, la naturaleza primera, que inapelablemente lo acusa y pide castigo. Puede huir como Caín, pero ella continúa, como un tímpano, vibrando dentro de él. El corrupto huye aunque la justicia no lo persiga. ¿Quién ve dentro del corazón, para quien no existen secretos ni cámaras secretas? De nuevo la conciencia: ella juzga, amonesta, corroe por dentro, aplaude y condena.
Las personas de espíritu de ayer y de hoy dan este testimonio: la conciencia es una divinidad dentro de nosotros y nosotras. Poco importa el nombre que le demos según las diferentes culturas. Se trata de una instancia que es más alta que cada persona, cuya voz no consigue ser sofocada por el vocerío humano por fuerte que sea. Con acierto escribió Séneca: «La conciencia es Dios dentro de ti, junto a ti y contigo».
Abundan los ejemplos históricos. Voy a referir uno antiguo y otro moderno. En el año 310 el emperador romano Maximiliano mandó diezmar a una unidad de soldados cristianos porque se negaron a matar inocentes. Antes de ser degollados escribieron al emperador: «Somos tus soldados, emperador, pero antes somos siervos de Dios. A ti te hicimos el juramento imperial, pero a Dios prometimos no practicar ningún mal. Preferimos morir a matar. Elegimos ser muertos como inocentes a vivir con la conciencia acusándonos siempre» (Passio Agaunensium, n.9).
Mil quinientos años después, el 3 de febrero de 1944, un soldado alemán y cristiano escribió a sus padres: «Queridos, he sido condenado a muerte porque me he negado a fusilar a presos rusos indefensos. Prefiero morir a llevar toda mi vida sobre mi conciencia la sangre de inocentes. Fue usted, querida madre, quien me enseñó a seguir siempre la conciencia y sólo después las órdenes de los hombres. Ahora ha llegado la hora de vivir esta verdad» (P.Malevezzi & G.Pirelli (org), Letzte Briefe zum Tode Verurteilter, 1955, p.489). Y acabó fusilado.
¿Qué fuerza es ésta que en estos dos pequeños relatos llenó de valor a los soldados romanos y al soldado alemán para poder actuar así? ¿Qué voz es la que los aconsejó antes morir que matar? ¿Qué poder posee esa voz interior hasta el punto de vencer el miedo natural a morir? Es la voz imperiosa de la conciencia. Nosotros no la creamos, por eso no podemos destruirla. Podemos desobedecerla. Negarla. Reprimir los remordimientos. Pero silenciarla, no podemos.
La conciencia es intocable y suprema. El respeto que le debemos es tan grande que hasta la conciencia invenciblemente errónea debe ser escuchada y seguida. Por eso los obispos reunidos en el Concilio Vaticano II (1962-1965) dejaron escrito: «La conciencia aun cuando invenciblemente yerra, no pierde su dignidad» (De dignitate Humana, n. 2).
Tiene una conciencia invenciblemente errónea la persona que empeña todos sus esfuerzos en buscar sinceramente la verdad, preguntando, estudiando, dejándose aconsejar por otros y cuestionándose a sí misma, e incluso así, yerra. Si alguien hace todo esto y se equivoca, tiene derecho a ser respetado y oído porque ha sido consecuente con su conciencia.
Toda persona puede errar trágicamente, con la mejor buena voluntad. Por lo que siempre debe preguntarse si está escuchando o no la voz interior. Blaise Pascal ponderaba sabiamente: «Nunca hacemos tan perfectamente el mal como cuando lo hacemos con buena conciencia». Sólo que esa conciencia no es buena. Albert Camus refiriéndose a la moral de la obediencia ciega escribió: «La buena voluntad puede causar tanto mal como la mala, cuando no está suficientemente bien informada», es decir, cuando no escucha la voz de la conciencia, llamándola a la buena acción.
Escribimos todo esto pensando en la vergonzosa corrupción que ha contaminado nuestra sociedad, prácticamente en todos los niveles, especialmente a los dueños de grandes empresas y a líderes partidarios del más alto rango, hasta al desastrado presidente de la república. Son sordos ante su conciencia que los incrimina. Pero llegará el momento en que tendrán responder a alguien más Alto.