“El que aplica nuevos remedios debe esperar nuevos males, porque el tiempo es el máximo innovador”- Francis Bacon.

En la etapa del desarrollo en la que se inicia el proceso de consolidación de las bases del proceso de industrialización resultaba completamente comprensible que los países de más bajo desarrollo relativo descuidaran los aspectos relacionados con el conocimiento y la innovación. Estos pivotes del crecimiento y sostenibilidad estuvieron por mucho tiempo reservados a unas cuentas potencias desarrolladas (todavía hoy el grueso de las solicitudes de patentes sigue concentrado en 15 países).

Los llamados países de la periferia cumplían entonces el rol de proveedores de productos primarios de escaso o ningún nivel de elaboración. El conocimiento y la investigación, sistemas educativos robustos y aterrizados y la implantación y funcionamiento de sistemas nacionales de innovación y desarrollo tecnológico, entre otros elementos que acompañan los sistemas económicos dinámicos, resilientes y competitivos, eran reclamos provenientes de unos pocos locos revolucionarios.

Pero a principios de los noventa los locos tenían razón. Fuimos sorprendidos por un dinámico y artificioso proceso mundial de internacionalización de empresas, mercados de productos, factores de producción, tecnologías y mismas economías participantes. La llamada globalización tocaba puertas. Entonces, la división internacional del trabajo en la que la mayor parte de la periferia democrática eran proveedoras de materias primas y receptoras de tecnologías obsoletas bajo ciertas condiciones, fue puesta en jaque mate por el advenimiento de la etapa de la economía digital. El final a medias del modelo primario-mercado internista que dominó la economía dominicana por casi doscientos años comenzó con ciertos desmantelamientos productivos. Fue todo muy rápido.

En el nuevo contexto global, el azúcar, café, cacao, tabaco, flores ornamentales, cocos, plátanos, chucherías y alimentos elaborados por las microempresas, así como las propias maquilas sustitutas de lo que teníamos como industria, de poco servían para incrementar nuestra capacidad de absorber conocimientos y hacer más pequeña la brecha con la frontera tecnológica. Obviamente, algunas contadas grandes empresas comprendieron el nuevo paradigma productivo y pudieron sobrevivir aliándose con corporaciones regionales e internacionales.

 

Es bueno señalar aquí que fue solo en 2007 cuando se creó por decreto (debió ser una ley) el Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico (SNIDT) cuyo mecanismo de instrumentación formal es el Consejo Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico.

De nuestro SNIDT sabemos muy poco: qué hace, cómo lo hace, cuáles son los avances destacados en estos últimos 14 años, cuáles sus relacionamientos interinstitucionales de trabajo, sus publicaciones y plan estratégico de acción a mediano y largo plazo. Por tanto, hoy como ayer el aprovechamiento práctico del conocimiento científico es un esperpento que de vez en cuanto aparece medio despierto en los discursos de algunos funcionarios y empresarios.

Algunos librepensadores de nuestro país todavía no se deciden, más allá de lo que pueda decir una retórica cansada, por incrementar decididamente el esfuerzo innovador y el acceso programado a la tecnología. En estos dos aspectos, la situación del país sigue siendo deplorable. Lo que es peor:  nuestra economía prácticamente carece de la capacidad de absorber conocimientos en los nuevos paradigmas tecnológicos (tecnologías de propósito general).

No se trata ya de tecnologías que realizan tareas rutinarias. Es una que puede aprender a resolver problemas muy complejos de forma autónoma y mostrando eficacia, eficiencia y velocidades impresionantes. Es un cambio irreversible, veloz, de alcance global que afectará a todos los sectores económicos. Nadie podrá quedarse contemplando los acontecimientos desde su balcón nacional: el mercado laboral, la estructura sectorial de la economía, la cultura empresarial y el mismo funcionamiento de las empresas ya están siendo removidos violentamente en sus convencionales cimientos.

La realidad es la realidad. Estuvimos por decenios inclinados por las políticas de intereses, los enfoques cortoplacistas, la sed de ganancias especulativas, la falta de visión estratégica y la aversión por el compromiso de largo plazo. El resultado es una economía cargada de estridentes contrastes e irregularidades, entre ellos la pobreza y las creciente desigualdades.

No haber atendido la natural demanda de más equidad y bienestar, es decir, una curva más aplanada en la distribución del ingreso, condujo al ingenio popular a ser emprendedor en la sobrevivencia. Ser empresario alternativo fue la opción, y nunca importó mucho la dimensión, connotación política ni regulación de las múltiples tareas simples y repetitivas que cientos de miles de familias dominicanas llamaron empresa.

¡Ahora debemos internacionalizarnos con las Mipymes! Se trata de un ejército inmenso: comprenden, de acuerdo con el BID, el 99.5% de las empresas, el 60% de la población empleada y aproximadamente el 25% del producto interno bruto (PIB) en América Latina y el Caribe. Nuestra realidad apoya estos datos del Banco ya que en el país existen más de 1.5 millones de Mipymes, representando este sector alrededor del 98.0% del tejido empresarial, con aportes al PIB de más de un 38%, creando por esa vía la mayor cantidad de empleos.

Son tantas que, aunque articulemos algún discurso para justificarnos y mirar hacia otro lado, estamos compelidos a hacer algo verdaderamente creativo y original en este mundo de las probabilidades.

Enfoquémonos en su caótica actual organización. ¿Podremos efectivamente actuar simultáneamente en ámbitos como la calidad -normalización, ensayos, certificaciones, mediciones trazables-, gestión de la comercialización y las finanzas, resiliencia funcional, integración, apoyo a los procesos de innovación y desarrollo desde las alturas del SNIDT, y, por último, garantía de eficiente gestión ambiental junto a la productiva y emblemática iniciativa europea de la Economía Circular? Es la fórmula de salvación, aunque sea para un reducido y selecto grupo de ellas.

De otro modo, seguir canalizando miles de millones a estas unidades productivas con el objetivo declarado de paliar sus necesidades de capital de trabajo e impulsar la asociatividad es seguir con los viejos remedios de los que solo cabe esperar un sistema productivo cada vez menos competitivo y, por tanto, visiblemente desplazado en su propio terreno de juego.