“La era de la informática es visible en todas partes, excepto en las estadísticas de la productividad”-Robert Solow.

La voracidad electoral y el tema de la reforma constitucional han relegado a un lejano plano el recién iniciado debate sobre el modelo económico hacia el que debemos avanzar. Recordemos que el asunto fue incluido por el sector empresarial en la agenda de sus prioridades inaplazables. También el gobierno cerró filas en torno a la necesidad de fortalecer el rol del progreso técnico en la productividad global de la economía. Unos y otros parecen estar de acuerdo en que debemos incrementar nuestra presencia en mercados exigentes, es decir, en mercados en los que el conocimiento está detrás de las capacidades competitivas.

Como una manera de darle seguimiento a los avances en materia de eficiencia productiva, fue diseñado y ya se publica por el Consejo Nacional de Competitividad (CNC) el Índice Nacional de Productividad (febrero 2019). Este índice ofrece información valiosa sobre el grado de eficiencia con que utilizamos los factores económicos para producir riquezas, evidenciando rezagos estructurales e insinuando posibles soluciones perentorias. Es una iniciativa realmente laudable. No obstante, tratemos de responder la siguiente pregunta: ¿cuál ha sido la tradición productiva nacional en el “uso eficiente de los recursos”?

Pensamos que durante decenios la manera de fortalecer la capacidad de producir riquezas es a todas luces paradójica: reducir los llamados costes laborales (CLU) en términos reales. Hemos esperado durante años el fruto anunciado de esta primera maldición de la competitividad espuria que consiste, de acuerdo con sus defensores, en la disminución de los precios finales de los productos para competir en mejores condiciones. Considerando que esta vía no conduce a ninguna parte para beneficio de la nación, todos sabemos cuál ha sido el resultado.

La estructura del mercado industrial dominicano ha favorecido el resultado contrario: los descensos en los costes laborales incrementan los márgenes al mismo tiempo que los precios finales permanecen igual, o inclusive aumentan. En particular, los oligopolios y monopolios, predominantes en la arista de las grandes empresas con algunas ventajas para competir en el exterior, incrementan sustantivamente sus beneficios mientras los precios finales en el mercado local se mantienen inalterables o se incrementan sin que ello guarde una relación de causa-efecto con la reducción de los costos laborales.

Junto a ello, el uso del poder de mercado levanta murallas de obstáculos técnicos e impone derechos antidumping y medidas de salvaguarda que impiden la competencia leal (en buena lid) con empresas extranjeras en el propio terreno. Parecería entonces que lo importante no es lo que hagamos con los CLU, sino que lo crucial es la estructura del mercado objetivamente existente.

Competir con precios es competir por márgenes y no para alcanzar una competitividad auténtica. Esta es la que permite una mayor inserción en los mercados internacionales de productos con elevado contenido tecnológico y significativo valor agregado local. Es la principal fuente de mejora en los niveles de productividad laboral.

No ha de resultar extraño que en este país la acumulación de factores para la producción haya determinado la mayor parte del crecimiento económico dominicano y que factores tales como innovación, perfeccionamiento de la gestión, capacitación de la mano de obra y mejoras constantes en la maquinaria para la producción tengan una gravitación irrelevante en el crecimiento del producto. 

Para avanzar en el camino correcto debemos partir del reconocimiento de que el modelo económico prevaleciente privilegia la explotación intensiva de los factores, se inclina por los bajos costes laborales y su output (producción) sigue siendo, invariablemente, una función del capital físico, en importante medida obsoleto, y trabajo humano mal pagado y de escasa calificación, todo ello con una incidencia no significativa pero sí altamente concentrada del progreso técnico en el comportamiento de la productividad global.

Recordemos que lo más importante de la conocida función de producción de Robert Solow (Y = F (K, L)) no es la descripción de la función misma, sino la gran incógnita con la que se encontró al formularla: los factores convencionales (capital y trabajo) no podían explicar el 90% de la variación del producto o producción. Él llamó a este residuo “progreso técnico”, mientras que Moses Abramovitz, que se dice sabía más que Solow del asunto, la denominó medida de nuestra ignorancia.

Fue así, luego de importantes contribuciones de prominentes economistas (Grossman y Helpman, Robinson, entre otros), que la tecnología se consideró como el output endógeno de una función de inversión en investigación, desarrollo y capital humano.

De los rendimientos marginales constantes o decrecientes (cada unidad extra de capital produce un beneficio menor) a los rendimientos crecientes a escala; de la palabrería sobre dotación bruta de factores al conocimiento productivo útil; del capital humano como mero factor de explotación a una mano de obra de alta calificación en calidad de factor social protagónico de la economía del conocimiento.

Es en la investigación aplicada y desarrollo, y en la generación de soluciones tecnológicas o captación oportuna de tecnología existente (difusión) donde efectivamente reside el secreto del crecimiento con bienestar.