Los que recaudan impuestos y formulan política tributaria en este país consideran que si escribo sobre el tema de los tributos en estos tiempos en los que muchos hablan del mismo tema con destacada ignorancia es para joder. No es para presentar un criterio distinto al hegemónico, creado en tertulias de derecho administrativo y almuerzos periodísticos, a través de la omisión de razones y realidades del orden jurídico a las que puedo referirme, no por inteligencia y atributos académicos, sino por abordar el asunto desde hace muchos años, quizás con los resentimientos de un iniciado de formación libresca y de pupitres, o viceversa, que pocas veces ha sido escuchado ocupando posiciones en la Administración pública o fuera de ella, todas relacionadas con los tópicos tributarios.

Aprendí las razones por las que uno puede ser escuchado o no y cuando se comprende la razón de algo en nada nos afecta. Únicamente tuve el que leer el libro «La Cultura de la Satisfacción», de John Kenneth Galbriath. El libro tiene como subtitulo: «Los impuestos, ¿para qué? ¿Quiénes son los beneficiados?», por eso lo leí, y lo cito: “En consecuencia, el hombre o la mujer que, aunque con razón, ponga en entre dicho la política oficial está atacando una de las condiciones básicas del éxito organizado. Esa condición es aceptar el objetivo común y ponerse a sus servicios; ser, según la terminología común, un buen jugador de equipo. Ni que decir tiene que es la vía que contribuye a la comodidad personal. Pocas cosas son tan desalentadora, dolorosas incluso, como la actividad mental y la expresión o la acción resultante que perjudicas las propias relaciones sociales y laborales y nada hay más perjudicial para las perspectivas de sueldo y promoción. «Puede que sea un tipo muy brillante, pero no coopera.»”.

También se llega a decir que uno es un tipo difícil, o un teórico, como le gusta decir al zar de las exoneraciones del Ministerio de Hacienda, juzgando en todo los modos que ser un teórico da una condición que nos hace inepto para hacer lo que él hace que enriquecido ha excluido al Ministerio de Hacienda del debate sobre los tributos y del diseño de la política tributaria, pues son tales sus virtudes que es bien remunerado por su ignorancia en el tema de los impuestos, asunto que observa sólo como un problema práctico en el que no da resultados.
Soy de los algunos, siguiendo a J. K. Galbraith, de los que el esfuerzo mental les proporciona una satisfacción intrínseca y de los que no le resulta agradable eludirlo. Una vez el profesor Juan Carlos Gómez Sabaíni nos dijo en clase, que el tema de los tributos no se aprende por asalto y que el después de 30 años estudiándolo y trabajándolo, ahora tiene casi 30 años más, podía aun con su experiencia entrar en el terreno del error.

Al Director General de la DGII se le pueden perdonar muchas cosas, hasta que diga que la defraudación es un crimen, pues no es abogado. Cualquier abogado sabe que cuando se habla de defraudación tributaria se trata de un delito, pero desde una superioridad moral inédita en otros directores generales el jefe de la DGII habla de un crimen. Un crimen que muchos cometen, salvo honrosas excepciones que deben estar el parnaso de los pendejos. Cuando se habla de impuestos y de pagarlos en una sociedad como la nuestra los arrebatos morales de las autoridades que se encargan de recaudarlos son puro histrionismos para consumo de los idiotas que no forman parte de la tradición sufí.

Ahora bien, cualquier economista relacionado de lejos con la Hacienda Pública y el tema de los impuestos, debe por lo menos una vez en la vida, como ir a la Meca para los musulmanes, leer un libro de James M. Buchanan. Que en su obra «La Razón de las Normas», escrita junto con Geoffrey Brennan, dicen que se insiste mucho en buscar la regla de la razón, en vez de buscar la razón de la regla. Ahora los cito: “Tomamos parte en juegos políticos legales y socioeconómico que sólo pueden describirse empíricamente por sus reglas. Pero la mayoría lo hacemos sin tener verdadera comprensión de las reglas, de cómo se han producido, cómo se han convertido en obligatorias, cómo pueden ser cambiadas y, lo más importante cómo pueden valorarse normativamente. Contemplamos con una mezcla de admiración y envidia a todos esos inteligentes estrategas que se dedican a manipular las reglas que existen en su propio beneficio. Es a estas personas, en su papel de vividores o pícaros, más que de sabios, a las que emulan demasiado. La inteligencia abunda, pero la sabiduría escasea una vez más.”

Mi primera intervención escrita sobre el tema de la clausura de locales o establecimiento por la DGII como sanción por infracciones tributarias tipificadas como faltas no fue con el artículo escrito en Acento, el 26 de octubre de 2016, con el título: «La DGII no tiene facultades para aplicar la sanción de clausura de locales o establecimientos». En su edición del 30 de julio de 2005, en la revista “Gaceta Judicial”, de la que fui articulista, escribí un artículo con el título: «La sanción de clausura de locales y establecimiento en el Código Tributario».

En ese artículo de la Gaceta Judicial establecí que no asumía los cuestionamientos del jurista Julio Miguel Castaño Guzmán que debatía la validez de las facultades de la Administración Tributaria para aplicar sanciones por infracciones tributarias tipificadas como faltas. En ese tiempo Castaño Guzmán lo hacía con un argumento que a la luz del artículo 4, de la Constitución de la República hoy vigente pueden generar la misma discusiones y reflexiones que Castaño Guzmán abrió con su obra: «El poder Judicial y las sanciones tributarias», publicada en el año 2000. Poco tiempo antes, en el momento en que escribía el artículo de Gaceta Judicial, el Consejo Constitucional francés estableció que era compactible con el principio de la división de poderes la existencia de una potestad sancionadora de la Administración.

Reconociendo la facultad sancionadora de la Administración Tributaria, en el artículo de Gaceta Judicial dije más, que la potestad sancionadora se encuentra sujeta a reglas y principios como el de legalidad y que las infracciones deben ser tipificadas en una ley previa. La tipificación no sólo requiere una ley previa también tiene el requisito de que la ley sea precisa con el objeto de que sujeto imputado conozca con certidumbre el ilícito tributario definido en la ley, con el fin de que la Administración Tributaria no lo pueda sancionar al margen de las disposiciones legales y por infracciones inexistentes.

Para sostener mis argumentos en el artículo de Gaceta Judicial cité al jurista español Alejandro Peña Nieto, que ha dicho: «Las infracciones y las sanciones no sólo deben estar previstas con anterioridad al momento de producirse la conducta enjuiciable, sino que debe ser prevista con un grado de precisión tal que priven al operador jurídico de cualquier veleidad creativa, analógica o simplemente desviadora de la letra de la ley.».

En las conclusiones de mi artículo de julio del 2005 digo: «A modo de conclusión podemos considerar que la sanción de clausura de locales o establecimientos se corresponde con el ilícito tributario de tipo penal. A las infracciones que constituyen contravenciones o faltas tributarias en nuestro ordenamiento jurídico sólo le son aplicables las sanciones de carácter pecuniario. En la disposición de sanciones por parte de la Administración Tributaria se viola con frecuencia el principio de legalidad que dispone la existencia de una ley como requisito previo para la existencia de las infracciones y las sanciones tributarias. La disposición de sanciones penales y administrativas sólo corresponde a la ley y disponer en este campo escapa a las atribuciones de la Administración Tributaria. Si bien se reconoce la potestad sancionadora de la Administración Tributaria ésta se debe ejercer siguiendo los procedimientos establecidos en el Código Tributario olvidados cotidianamente por la Administración.»

En lo que se refiere a la seguridad jurídica el juez constitucional español ha dicho: «…el legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que se legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse y debe huir de provocar situaciones objetivamente confusas. …no cabe subestimar la importancia que para la certeza del Derecho y la seguridad tiene el empleo de una depurada técnica jurídica en el proceso de elaboración de las normas…, puesto que una legislación confusa y oscura e incompleta dificultad su aplicación y, además socava la certeza del derecho y la confianza de los ciudadanos en el mismo, puede terminar por empañar el valor de la justicia.»