Un elemento clave de los imaginarios sociales de la modernidad es tener a la ciudad como el centro de la civilización. La vieja dicotomía entre barbarie y civilización se nutre paralelamente de la dicotomía entre la ciudad y el campo. Las ideas que nos hemos hecho de la ciudad y del campo y sus respectivos habitantes están gobernadas por la asunción de que la civilización doblega a la barbarie, por tanto, la ciudad se impone como centro de poder.
En nuestro país, esta práctica social imaginada tiene sus peculiaridades. Cuando la división geográfica se pensó en torno a los regionalismos de Cibao y Sur (me llega a la memoria la famosa conferencia del poco conocido Luis Heriberto Valdez Pimentel y que por encargo del Dr. Juan Manuel Pellerano rescatamos en un volumen) se presupone que las ciudades no eran gran cosa como para ser nombradas. En este momento, el centro civilizatorio lo constituían las regiones en la medida en que su productividad (elemento nuclear para el imaginario social moderno según Charles Taylor) era la condición necesaria para el progreso anhelado.
Para que la perspectiva regional sea desplazada, en el discurso de la “modernidad” (en términos civilizatorios más que económicos-sociales), a la perspectiva de las ciudades fue necesario cierto desarrollo en infraestructura y movilidad, por un lado, acompañado de una concentración de las instituciones y servicios que ofrecía el Estado-Nación en un espacio geográfico fundacional, por el otro. Y esto sólo se consolidó en el imaginario colectivo en fecha posterior al ciclón San Zenón y la reconstrucción y reestructuración material y simbólica de la ciudad de Santo Domingo como centro civilizatorio. Esto último explica las connotaciones que tiene para nosotros el término “La Capital” como centro no solo económico, sino de hegemonía simbólica sobre las demás ciudades, aun cuando en diversas épocas tanto Puerto Plata como San Pedro de Macorís tuvieron más vida comercial y cultural que el Ozama.
Un ejemplo de lo que he planteado hasta el momento lo constituyen los textos literarios de Francisco E. Moscoso Puello: Navarijo, Cañas y Bueyes y Cartas a Evelina (Fíjese que puse a Cartas a Evelina en el mismo rango de ficción que la novela y las memorias y no lo trato como un texto sociológico). El imaginario sobre la ciudad que construye el autor es el del mundo civilizado respecto a la barbarie, ello, a pesar de la realidad vivida por este. En su desplazamiento a San Pedro de Macorís vivió allí lo que el entendió como el progreso del capitalismo ya que constituyó un centro de importante flujo de capital alrededor de la producción de la caña de azúcar y de la expropiación de la tierra por los “místeres”.
Una vez completado su ciclo de vida, el progreso en la ciudad de San Pedro de Macorís desapareció y el ideal de la ciudad civilizada se quebró por el ideal del barrio añorado. Moscoso Puello volvió al Navarijo de la nostalgia, de la niñez, pero pasó a ser un ciudadano más en la ciudad capital de la época. En Cartas a Evelina se refleja fielmente la idea de que la ciudad constituía el centro del mundo civilizado. Pero una cosa es la ciudad imaginada en términos civilizatorios y otra cosa es la ciudad real. En esta obra se nota una fluctuación entre lo imaginado y lo real, entre la ciudad civilizada, el progreso querido y la barbarie en sus gentes. En este sentido, la ciudad pasa a ser la representación simbólica del fracaso del estado-nación dominicano, en vista de que no ha logrado el ideal civilizatorio de la racionalidad moderna europea.
Al final de Navarijo, el autor dice: ”Yo tambien lo abandoné (a San Pedro de Macorís), muy a mi pesar, para regresar a mi antiguo solar nativo y a mi antiguo barrio, donde sólo pude identificar la vieja casa de D. Juan Ramón, la que pude visitar un día y en donde vinieron a la memoria estos recuerdos de aquellos tiempos pasados, los de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán en que vine al mundo y que como habéjs visto, era otra ciudad muy diferente a esta en que yo estoy viviendo ahora”.