Mi mujer siempre me recrimina el hecho de que soy de gustos fijos y que tengo, por ejemplo en el caso musical, que escuchar otras cosas aparte de Beethoven y Soda Stereo. Cuando ella insiste y martillea sobre ese punto, y de la manera como solo ella sabe hacerlo, suelo desarmarla diciéndole que eso es bueno y muy conveniente, en especial para ella, ya que en todos estos años ella me sigue gustando —aquí a veces agrego un «hasta más» si requiero resolver rápidamente— como el primer día de conocernos. Y vuelvo y oigo a Beethoven y Soda Stereo.

De vez en cuando le hago caso y descubro muchas cosas interesantes.

Es un ejercicio útil abrirse a otros gustos, no solo para cultivar la tolerancia, sino también para acrecentar las propias posibilidades creativas y hasta para desarrollar nuevos gustos. De hecho, me he encontrado disfrutando cosas que hace 20 años atrás detestaba.

Pero hay engramas de los cuales es difícil escapar, especialmente de aquellas experiencias que nos impactaron en la tierna edad y que nos definieron.

Pero una cosa es el gusto como consumidor/espectador y otra la apertura mental necesaria y requerida como creadores que nos impele a experimentar conceptos, técnicas y métodos creativos novedosos.

Es algo totalmente válido y hasta sano que algo que no nos guste podamos comunicarlo abiertamente, pero ese hecho no debiera ser impedimento para ser capaces de reconocer la genialidad de una obra cuando se nos presenta la ocasión. No hacerlo es ser simplemente mezquino.

Nunca me he preocupado mucho en «estudiar» el arte, sus autores, sus movimientos, su historia; como consumidor o espectador he preferido más bien procurar la experiencia, por ejemplo, del goce estético que una obra me brinda. Además, soy muy malo en eso de recordar nombres de autores y sus respectivas obras.

Siendo dizque un creador, mi mujer siempre me instiga a que me culturice, me informe sobre la historia del arte, me actualice. Pero la verdad es que yo prefiero seguir de profano nomás y tener siempre pasada la bala en la punta de la lengua con un práctico y útil «no sé», que tanto parece que cuesta pronunciar. Quizás por flojera, quizás por falta de tiempo o quizás sencillamente porque prefiero otros meandros y vías para llegar a lo que me interesa. Hay quienes se preocupan del «qué», el «por qué», el «cuándo» y el «para qué»; yo por lo pronto estoy interesado en el «cómo», en el hacer, en el experimentar y dejar ese afán y ansiedad que muchas veces veo de ser un Wikipedia del arte.

En ese sentido recuerdo una experiencia que creo grafica mi personal acercamiento hacia el proceso creativo y que ha marcado inconscientemente el modo en como he volcado mi energía vital hacia el arte.

Ciertamente que es siempre conveniente tener referencias que ayuden a avanzar en el proceso de aprendizaje, pero por una u otra razón no ha sido mi caso. Además, que en el caso del arte secuencial, es habitual emprender el camino autodidacta. Claro, a no ser que se tenga la suerte de poder ir a uno de los escasos centros de enseñanza, como el de Angoulême.

Tampoco es que haya despreciado la teoría o el conocimiento previo, desprecio que al parecer es muy asintomático y característico de nuestra cultura; simplemente me tocó adquirir un marco teórico en base a mis experiencias personales.

Además, «en teoría, no hay diferencia entre teoría y práctica. Pero en la práctica, sí que la hay».

Honestamente prefiero pensar que no hay nada que aprender, sino más bien recordar; las vías para el conocimiento están ahí, al frente de nuestras narices; olvidadas y llenas de herrumbre en nuestro propio interior.

Por eso, me inclino por el hecho de que hemos venido más bien a experimentar…

En fin, al poco tiempo de estar casado, mi mujer, en el primer cumpleaños que me celebró, me regaló con mucha ilusión un libro llamado «Punto y línea sobre el plano» del gran Kandinsky.

Lo hojeé brevemente y leí un par de párrafos para tener una idea de que iba la cosa. Pero no resistí y al final le pregunté a ella medio de golpe y fastidiado:

—¡¿Qué es esto?! —le solté.

Ella me miró desubicada. Y para rematarla agregué:

—¿Puedes cambiar este libro por un tarro de galletas de mantecado o pie de limón? (es lo que siempre pido de regalo en mi cumpleaños).

Seis años después de esto, me dedico por entero a mi vocación artística con un sentimiento profundo de haber llegado tarde y de haber perdido tanto tiempo. Me encerré en mi merkaba, decidido a aprender lo más posible del arte secuencial y la narrativa gráfica, recurriendo a mis recursos y medios internos, ya que me encontraba aislado y distante de los centros artísticos donde bulle la «BandeDessinnée». No había otra posibilidad: no sería  yo quien viajara, sino mi obra; haría mi mejor esfuerzo para dotarla de alas.

Habiendo pasado por mi encierro monástico de 5 años (6 en realidad), entablo una conversación con alguien que me pedía consejo y algunas explicaciones sobre ciertas soluciones lineales en el dibujo.

Di la explicación solicitada en base a mí experiencia de monje. Pasaron unos cuantos días y por alguna razón en mi mente resonaban los conceptos que compartí. Un sentimiento se apoderó de mí, era como una especie de déjàvu, un extraño e inquietante eco.

Empecé a buscar en mi memoria hasta dar con una pista: el día en que me empaché de galletas de mantecado. Fui donde mi mujer y le pregunté.

—¿Oye, cómo era que se llamaba el libro aquel del loco que hablaba de puntos y líneas, y que tenía nombre como de ruso?

—¿Para qué quieres saber? —me preguntó de vuelta, como siempre lo hace cuando le consulto algo.

—Es que he dado una explicación a alguien, la cual me tinca que tiene que ver mucho con ese loco…

Ella me miró con un aire de satisfacción y superioridad (aparte de que ella es alta).

—«Punto y línea sobre el plano», de Kandinsky —me dijo—. Ella claramente quedó empalagada con el dulzor de la venganza. ¿Quién dijo que es amarga? ¡Hasta yo pude saborearla, había demasiada en el ambiente!

Pero la cosa no termina ahí.

Al año de eso, caímos en el Centro Pompidou —creo que fue allí, ¿dónde más?— y de repente… ¡me encuentro frente a una obra de Kandinsky! (que la verdad no me gusta mucho que digamos, prefiero leerlo) y mi mujer llega y me dice con su característico modo didáctico con pose de «tetera»:

—A ver, ¿quién es al autor?

Yo, algo orgulloso respondí:

—En la ficha técnica lo dice clarito. Apenas regresemos te mando a hacer lentes…

“Miren que vaina, tremendo empacho que ahora me ha tocado darme… del Kandinsky éste.” —pensé.