El lunes 11 de mayo 2020, tres médicos anunciaban en un foro televisivo la disminución de muertes por el novel coronavirus, atribuyendo ese cambio esperanzador a un protocolo de terapia de factura propia (“Made in Honduras”), y en la revista digital de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, “Presencia Universitaria”, se publicaba una reseña del programa, titulada: Tratamiento catracho frena muertes exponenciales por COVID-19 en Honduras. El médico intensivista Óscar Díaz contextualizó: “Al principio teníamos tasas de mortalidad muy elevadas, como lo que se estaba viendo en el extranjero, sin embargo, a medida que hemos ido entendiendo mejor la enfermedad, se ha ido introduciendo este tipo de tratamientos y eso ha ido disminuyendo drásticamente el número de admisiones en cuidados intensivos y el número de personas que se nos mueren por la gravedad de la enfermedad; en la medida de lo posible, estamos tratando de llegar a niveles mínimos de mortalidad en ese tipo de pacientes que normalmente tienen enfermedades crónicas”.
Las terapias mencionadas por el Dr. Díaz son “MAIZ” y “CATRACHO”, protocolos aplicados agresivamente en Honduras a partir de la tercera semana de marzo. El primero es para medicación bajo receta en los primeros días de la enfermedad a pacientes ambulatorios con síntomas leves, y consiste en un botiquín, bautizado “MAIZ Pack”, conteniendo: Microdasyn (nombre de marca de una solución antiséptica para enjuague bucal y nasal), Azitromicina (un antibiótico de amplio espectro), Ivermectina (un antiparasitario) y Zinc (un nutriente). Además, para reforzar la terapia domiciliaria que dura 10 días, agregaron acetaminofén e hidroxicloroquina al algoritmo.
Según el principal impulsor de la fórmula en Honduras, el médico internista Omar Videa, la terapia “MAIZ” no es preventiva, sino que va dirigida “a las personas que inician desde el primer momento con los síntomas, es un tratamiento domiciliario, hay personas que tienen los síntomas y por incapacidad o la falta de pruebas que nosotros contamos en el país, no podemos estar esperando un resultado para poder iniciar el tratamiento". El propósito de “MAIZ” es evitar que se agrave la condición del paciente COVID-19 con síntomas leves y que requiera hospitalización, atenciones intensivas y eventualmente intubación, haciendo presión indebida sobre la limitada capacidad hospitalaria del país.
Ha sido recetada la terapia y distribuido el botiquín “MAIZ” masivamente a los contagiados a partir de finales de marzo, unas pocas semanas después de los primeros casos detectados en Honduras. Entre otras exageraciones, la campaña que acompaña su distribución proclama: “El tratamiento MAIZ es la combinación de medicamentos que elimina al COVID19”. Esta afirmación es falaz y contraproducente porque crea una falsa expectativa de fácil curación, induciendo a muchos a bajar la guardia de la prevención del contagio, clave en la lucha contra la pandemia.
“CATRACHO” es la respuesta hondureña a la fase hospitalaria del tratamiento a la enfermedad causada por el SARS-CoV-2, y los fármacos utilizados en sus diferentes etapas de hospitalización son: colchicina (medicamento aprobado para tratar la gota por ácido úrico elevado), antiinflamatorios, tocilizumab (medicamento biológico aprobado para tratar la artritis reumatoide) , ivermectina, anticoagulantes e hidroxicloroquina (fármaco antimalárico y antirreumático modificador de la enfermedad, utilizado en enfermedades autoinmunes).
Los defensores de estas terapias con fármacos no aprobados para tratar el COVID-19 se felicitaban a finales de mayo de los brillantes resultados atribuidos por ellos a las terapias “MAIZ” y “CATRACHO”, llegando a declarar el viceministro de Salud de Honduras, Nery Cerrato, a BBC Mundo: "Pacientes en condiciones críticas salieron del hospital con éxito. Y para nosotros, fue en respuesta al tratamiento aplicado y que ha permitido que las unidades de cuidados intensivos no hayan colapsado. Catracho podría ser el aporte más importante ante una enfermedad de la cual nadie tenía el conocimiento preciso". Valorando lo anecdótico como validación de su método no ortodoxo, los médicos hondureños siguieron adelante con el concurso y apoyo entusiasta de las autoridades sanitarias para ampliar el programa a toda la nación.
Menos de dos meses después, el panorama lucía muy diferente en Honduras, pues los hospitales estaban “desbordados”, según el Presidente Hernández, o “colapsados”, según los médicos que trabajan en ellos. En el mes transcurrido entre el 15 de junio y 15 de julio, las cifras de contagios y muertes se triplicaron, según datos oficiales. El sistema sanitario está a punto de reventar y el personal desolado al no poder contener la ola de pacientes requiriendo hospitalización a pesar de “MAIZ”. "Se nos están muriendo pacientes en sus casas, en las carpas, en las emergencias esperando ser atendidos. Es muy difícil porque no damos abasto", se lamentaba a finales de junio la doctora Ligia Ramos a BBC Mundo. La desolación de sus colegas en las trincheras de la batalla contra el COVID-19 es universal.
Y, ¿qué dicen los propulsores de “MAIZ” y “CATRACHO” ante el cambio de rumbo de la curva que ellos decían aplastada en mayo? El doctor Carlos Umaña, uno de sus principales defensores, niega que la situación actual suponga que los métodos hayan fracasado, asegurando: "El protocolo se sigue usando y ha salvado muchas vidas. Nunca dijimos que esto eliminaba el virus, sino que ayudaba al cuerpo a sostenerse. Pero el gobierno lo agarró como un caballito de batalla y sectores de la población consideraban que era una cura, y no lo es. No ha fallado, pero la población no ha entendido que el distanciamiento social sigue siendo lo más importante". Cuando se vislumbraba el éxito, el mérito era del método: el “tratamiento que frena muertes exponenciales por COVID-19 en Honduras”. Ahora, cuando amenaza el colapso, la culpa es del gobierno, y, sobre todo, del pueblo que malentendió que los catrachos habían encontrado una fórmula para curar a los infectados del maldito virus y evitar su hospitalización o defunción. En cambio, la verdadera solución sigue siendo detener el contagio masivo, porque un porcentaje de los infectados sigue llegando a los hospitales a pesar de la agresiva medicación domiciliaria. Cuando son muchos los contagiados, son muchos los que llegan a los hospitales con síntomas graves.
Y es que la ciencia es cruel, no respeta las curaciones anecdóticas, ni compasivas. Es fría, porque no se compadece, y revela la cruel realidad de las estadísticas sin alterarse por el dolor de los pacientes y sus familias. Tortura por su lentitud, y frustra en el corto plazo nuestros deseos de aliviar, o preferiblemente curar, la enfermedad. Por eso hay reglas para la terapia compasiva que utiliza fármacos no aprobados por la ciencia, porque hay pacientes especiales que por sus condiciones no pueden esperar la lenta marcha de la ciencia. La terapia compasiva no suele ser aplicada masivamente al inicio de una enfermedad, sino en el momento oportuno de cada paciente, y después de haber agotado el arsenal de terapias aprobadas por el método científico.
Con las mejores intenciones, los médicos hondureños armaron su botiquín compasivo para pacientes con síntomas leves, en vista de que el sistema sanitario no podía responder a la inminente ola de contagios de COVID-19 que les venía encima. Sentían que no podían quedarse de brazos cruzados ante la insistencia de los pacientes de hacer algo por ellos. Prepararon un coctel de medicamentos, varios de ellos disponibles en el mercado por años y además baratos, pero no aprobados para COVID-19 por no haber sido estudiados con ese propósito por la ciencia (entre ellos azitromicina, colchicina, hidroxicloroquina, ivermectina y tocilizumab), y empezaron a aplicar su método autóctono masivamente. Celebraron todos los pacientes recuperados con fanfarria, y los que no se agravaron con el COVID-19 dieron público testimonio de su pronta victoria sobre la enfermedad, atribuyendo el feliz desenlace a esos fármacos. Perdieron de vista a los miles de pacientes que no habían superado la enfermedad, a pesar de la pócima de fármacos, hasta que empezaron a desbordar las instalaciones sanitarias. Pero, en su inocencia, porque lo hacen con las mejores intenciones, esos médicos siguen creyendo en las bondades de su método, a pesar de no contar con evidencias científicas de su eficacidad. Eventualmente sabremos si su terapia compasiva es efectiva o no contra el COVID-19; por el momento no hay pruebas científicas de las bondades de su terapia, solo testimonios anecdóticos.
En Madagascar juran por la artemisinina, ingrediente activo de la planta artemisia, que se utiliza en la lucha contra la malaria, al igual que la hidroxicloroquina. En Alemania publicaron a finales de junio los prometedores resultados de un estudio que demuestra que extractos de Artemisa annua son activos en pruebas in vitro contra el coronavirus SARS-CoV-2, y ya se ha programado una investigación clínica en Estados Unidos. Pero desde meses antes de esa investigación de laboratorio, se promovía el tónico Covid Organics para combatir el virus en varios países de África, además de Madagascar.
Los hospitales malgaches, al igual que los hondureños, también están desbordados de pacientes con síntomas severos. Sin embargo, si nos llevamos por los resultados comparativos de los dos países, un método para nada científico, por cierto, “Covid-Organics” le gana a “MAIZ” con banda. Con 11,528 contagios/114 muertes/8,444 recuperados en una nación con casi 28 millones de habitantes, contra menos de 10 millones de catrachos con 42,685/1,368 muertes/5,694 recuperados, los malgaches ganan la apuesta a la mejor terapia con su brebaje natural a base de artemisia. No por ello recomendamos confiar en las bondades de “Covid-Organics” para curar el COVID-19, al menos no antes de concluir la investigación clínica en curso.
Solo las investigaciones clínicas con rigurosidad científica nos revelarán eventualmente con toda su crueldad, cuales, si alguna, de las muchas terapias alternativas utilizadas en todo el mundo, en realidad es útil para ayudar a curar a los enfermos de COVID-19. Por el momento, la ciencia ha descartado algunos de los fármacos que en su momento parecían más prometedores y eran utilizados para tratar a los enfermos, antes de agotarse el lento proceso de su investigación clínica. Otros, siguen siendo investigados con cruel rigor científico.