“Esta noche vendré a cenar contigo”- decía la misiva.
-¡Ay mamacita!-dijo Carmela Díaz- este hombre no juega y tengo que prepararle la cena esta noche.
De repente, al enfrentarse con el espejo de la entrada, descubrió tres arrugas en su entrecejo y se las camufló a golpe del maquillaje barato que llevaba escondido en su monedero de calle.
-¡Escóndanse, carijo- exclamó- toy viejuca pero no e pa tanto.
Carmela Díaz era una dominicana ausente que vivía encaramada en el alto Manhattan desde que salió de Gualey con visa de turista. Se encasquetó el viejo abrigo gris que había comprado en la Salvation Army y empaquetó su figura de alfiler rodante, envolviéndola en la bufanda azul que le había regalado Florinda Domínguez, su compañera de factoría el año pasado.
-Ojalá que esta cena no me salga muy cara- murmuró entre dientes mientras abría y cerraba su monedero que protestó de manera brusca-¡riap!-, como si el friito navideño que ya se sentía en el barrio lo hubiera contagiado.
-¿Tendrán almas las cosas como parece que no tenemos los seres humanos?- se preguntó en voz alta.
-Iré a pie como van las ánimas”- invocó- mientras le echaba manos a su viejo carrito de compras todo destartalado.
-¡Virgen de los talibanes!- gritó- para que la oyera todo el vecindario- ¡El cartero no ha pasado!
El buzón de las cartas tenía la lengua afuera como burlándose de todo el vecindario. Diciembre era el rey de las hojas secas que se desprendían en múltiples colores en una carrera desbocada hacia el invierno de Manhattan. El sol colgaba del firmamento como un trapecista de circo bailando su última danza.
-¡Que me persigan los santos y los ángeles me alcancen!- invocó- convertida en una monja loca cruzando aquel barrio repleto de asaltantes.
El carrito de compras chirriaba-ring-ring-riáng- un viejito sin dientes protestando por la forma rústica con que Carmela Díaz lo arrastraba por el pavimento.
-¡Cállate la boca y juye antes de que el burrito de Belén nos alcance!
La protesta del carrito duró las cinco cuadras que separaba a Carmela del colmado más cercano a su casa. El miedo hace siempre el milagro que la artritis crónica no puede remediar con medicinas. Carmela Díaz zanqueó la distancia en diez minutos exactos, como una campeona olímpica, y llegó acezando al colmado.
-¡Bon jou!-la saludó Maríe Florén, la cajera haitiana, al verla entrar jadeando.
-Buenas tardes, querida amiga. Esta noche él vendrá a cenar conmigo. ¡Por fin cumplirá su promesa!
Estas dos mujeres en Santo Domingo o en Port-aux-Prince jamás se hubieran dirigido la palabra, pero en el exilio de la diáspora en que ambas vivían, se habían hecho grandes amigas. Maríe Florén hablaba una mezcla de creole, inglés y dominikén camuflado.
-Kompran tou isí (puedes comprarlo todo aquí).
-Sí, pero él no comé de ná- le contestó Carmela-él namá comé ensalá.
-Kompran petí salé (cómprale entonces un arenquito).
-¡Virgen de la Altagracia y San Miguel Arcángel, el no comé ná matao ni salao!
Un pavito buterbol de cinco libras la esperaba en la vitrina, mientras don Luciano, el carnicero, le sonreía de oreja a oreja como un capo de la camorra napolitana.
-íBon Natale, cara mía!- saludó don Luciano, quien, además, era el dueño del supermercadito.
-Riguarda, quí sono le patate dolce e la salsa cacetori- le indicó- mientras le mostraba las nueces frescas y un salami gigante que acababan de traer de Italia.
-¡Por fin vendrá a comé eta noche conmigo- dijo Carmela Díaz.
Después de darle tres vueltas al colmado, retornó donde se encontraba su amiga haitiana quien, en ese instante entablaba una conversación con una familia que acababa de llegar de Haití, vía Miami, con un niño de dos años a las espaldas.
-Zanmi (mis amigos) no tené na que comé navidá. No tené ná caliente.
-Kichoy ti bondye- la (démosle una limosnita en nombre del Buen Dios).
A Carmela Díaz se le removieron las tripas y se acordó de su familia allá en Gualey y, en un arranque de generosidad le entregó el carrito repleto de turrones de Alicante, con el pavito butterbol en el medio de las viandas, la sidra asturiana y las nueces frescas acabadas de llegar de Italia.
-Utede lo necesitan má que yo-les dijo.
La familia haitiana, un hombre joven, su mujer, Eloise, con su hijito a cuestas, no lo podían creer. Abrieron las pupilas desorbitadas y exclamaron:
-Mesí ampil. Dominikén bon moun (Muchísimas gracias, los dominicanos son buena gente).
-Mesí, mesí-contestó Carmela Díaz sonriendo, como si también hablara creole.
¡Jwayé Nwél! (¡Felices Navidades!)- se despidió desde la salida después de pagar la cuenta.
Al llegar acezando a su casa notó que el buzón ya no tenía la lengua afuera como un perro con rabia, burlándose de todo el vecindario. Señal de que había pasado el cartero. Con manos temblorosas metió su mano derecha en la cueva y abrió la tarjeta.
-¿Qué va a decir él ahora de mí?- se preguntó en voz alta, mientras a sus ojos se asomaban dos lágrimas. Al ver su rostro reflejado de nuevo en el espejo de la entrada notó que las tres arrugas de su cara habían desaparecido como por arte de magia. Entonces leyó la tarjeta de Navidad, después de quitarse el viejo abrigo gris que había comprado en la Salvation Army y que había dejado colgado del gancho de la entrada. Mojándose los labios con las lágrimas que caían a borbotones de sus ojos, Carmela Díaz leyó en voz alta:
“Gracias por la cena, querida Carmela. Gracias por acordarte de mis amigos. Hazte de cuenta que esta noche hemos cenado juntos tú y yo.
La tarjeta la firmaba un tal Jesús de Nazaret.