Cuando Emelinda Estévez se enfrentó al espejo se acordó de la cena.

“Esta noche vendré a cenar contigo”- decía escuetamente la carta.

De repente descubrió tres nuevas arrugas en el entrecejo y se las camufló a golpe del maquillaje barato que llevaba escondido en su monedero neoyorquino.

“Escóndanse, carijo”- exclamó con enojo- “Estoy viejuca pero no e pa tanto”.

Entonces, Emelinda Estévez se encasquetó el viejo abrigo gris que había heredado de su hermana Clotilde y empaquetó su figura, que parecía la de una aguja andante, envolviéndose en la bufanda que le había regalado Florinda Domínguez, su vecina.

-“Ojalá que esta cena no me salga muy cara”- murmuró entre dientes, mientras abría y cerraba su monedero neoyorquino, que protestó de manera brusca- ¡ring-riang!- y ella le cerró la boca de un sopetazo-¡riap!

– “¿Tendrán almas las cosas como parece que no tenemos nosotros los humanos?”- se preguntó a sí misma en alta voz como si alguien la estuviera escuchando.

– “Iré a pie como las ánimas”- invocó Emelinda Estévez- mientras le echaba manos a su viejo carrito de compras todo destartalado.

-“¡Virgen de los desamparados, el cartero no ha pasado!”- gritó para que la escuchara todo el vecindario, pues la caseta de las cartas tenía la lengua afuera burlándose de todos los vecinos del barrio.

Diciembre era rey y las hojas secas emprendían una carrera a muerte disputándose los colores del otoño que agonizaba como un campeón destronado. El sol colgaba del cielo como un trapecista de circo bailando su última danza, un platillo volador estático y dorado.

-“¡Que me persigan todos los santos y los ángeles me alcancen!”- invocó- convertida en  una monja loca cruzando aquel barrio repleto de asaltantes.

El carrito de compras chirriaba-ring-ring-riáng- un viejito sin dientes protestando por la forma rústica con que Emelinda Estévez lo arrastraba por el pavimento.

-“¡Cállate la boca y corre! No quiero que caigamos en manos de ningún maleante”.

La protesta del carrito duró las cinco cuadras que separaba a Emelinda Estévez del colmado más cercano a su casa. El miedo hace milagros que la artritis crónica no puede remediar con medicinas. Por eso, zanqueó la distancia en doce minutos de una carrera interminable, pues, como la inmensa mayoría de los inmigrantes latinoamericanos, Emelinda Estévez vivía en un barrio muy inseguro, como los que abundan en las grandes urbes norteamericanas.

-“Buenas tardes le dé Dios”- saludó Mariela, la cajera cubana, al verla entrar jadeando, convertida en una gacela africana.

-“Buenas tardes, Mariela. Esta noche él vendrá a cenar conmigo y debo estar presentable. ¡Por fin cumplirá su promesa!”- añadió sonriendo.

Un pavito butterbol de cinco libras y media la esperaba en la vitrina, mientras don Luciano, el carnicero, le sonreía de oreja a oreja como un jefe de la camorra siciliana.

-“íTanti auguri cara mía!- invocó don Luciano, quien, además, era el dueño”.

-“Riguarda, qui sono le patate dolce e la salsa cacetori”- le indicó- mientras le mostraba las nueces frescas acabadas de llegar de Italia.

-“¡Por fin vendrá lui a mangare con lei questa sera!” (Por fin él vendrá a cenar contigo esta noche)- exclamó don Luciano.

– “30% de descuento per lei questa sera”- insistió el siciliano, como si se tratara del Ángelus.

-“Tenga mucho cuidado-le gritó Mariela desde la entrada- anoche asaltaron a una de las vecinas después de la cena”.

-“Gracias por la advertencia-contestó Emelinda Estévez, con más miedo que agradecimiento, después de haber colocado el pavito butterbol en el carrito.

Cuando abrió de nuevo su monedero neoyorquino constató con espanto que solamente le quedaban 15 dólares asomando su verde cabecita entre muchas cuentas y recibos. Esta vez el monedero no se quejó y ella lo mantuvo abierto.

-“Descuéntame la sidra y los tres turrones de Alicante. No me alcanzan los chavos”.

– “Es nuestro regalo de Navidad”-gritó don Luciano desde la carnicería.

– “Grazie tante”- respondió Emelinda Estévez, sorprendiéndose ella misma de parlar en italiano.

-¡Bon Natale per tutti!- exclamó don Luciano. Bella nocte pe lei e per lui (bella noche para ti y para él). Y añadió:

-“Prende cura!” (¡cuídate!)- insistió el siciliano.

-“No se preocupe, don Luciano. Si él viene a la cena, nada malo ha de pasarme”.

-“¡Bon Natale per le due!” (¡Feliz Navidad para los dos!).

Emelinda Estévez se alió a su carrito chirrión y-ring-riang-ring-riang- se lanzaron cuesta abajo a preparar la cena. Ya llevaba en su carrito todo lo que necesitaba.

Pavito butterbol, mujer y carrito, como los venaditos locos de Santa Claus compitiendo con el burrito de Belén…Glob-glob-glob…trock-trock-trock- comenzaron a trotar por esas calles de Dios.

-“Señora, no tenemos nada qué comer para estas Navidades”-sonó una voz.

Emelinda Estévez, petrificada del espanto, sintió que una mano la agarraba por la nuca en plena carrera desbocada hacia su casa y pensó que lo que el hombre esgrimía entre sus manos era una navaja sevillana.

-“¡Hemos sido asaltados!”- gritó- pensando que su sangre iba a teñir de rojo navideño aquella acera enladrillada. Sin embargo, al voltearse, constató que lo que el hombre llevaba en su mano derecha no era una sevillana sino un Nuevo Testamento de bolsillo.

Su ropa raída y su cara de cuatro días sin comer nada caliente la convencieron y, sin pensarlo dos veces, le entregó el carrito con el pavito butterbol, la sidra, las patatas dulces, las nueces y los dos turrones de Alicante.

-“Somos una familia de indocumentados- dijo el hombre, mirándola directamente a los ojos como si la conociera desde antes de ella haber nacido”.

-“Ustedes lo necesitan más que yo”- decretó Emelinda Estévez como en un tribunal.

-“Merry Christmas, Emily”-le dijo el asaltante en puro inglés, mientras comenzaba a trotar agarrado del carrito que ya no se quejaba de nada, como si lo hubieran aceitado con un cebo celestial.

Emelinda Estévez se lanzó presurosa en la dirección contraria, hacia su casa, pensando que ya había pasado el cartero y que su invitado estaba esperándola ansioso en la entrada.

-“¡Por fin pasó el cartero!”-exclamó sorprendida, al no ver la lengua roja del buzón colgando, riéndose de todo el vecindario.

El sobre tenía su nombre y apellido pero no lo abrió hasta después de haber penetrado en su hogar, porque hacía un friíto sospechoso, que para los gringos es agradable pero para los nacidos en las Antillas es un friázo sin padre ni madre.

Cuando se enfrentó de nuevo al espejo de la sala, después de haberse quitado el viejo abrigo gris y colgarlo del gancho de la entrada, constató que las tres arrugas del entrecejo habían desaparecido como por arte de magia. Se encontró mucho más bella que cuando salió de la casa, hacía apenas unos minutos.

Entonces fue cuando decidió abrir el sobre, mientras se reprochaba a sí misma: “¿Qué irá él ahora a pensar de mí?”

“Gracias por la cena, querida”-leyó en voz alta y entrecortada por las lágrimas-

“El pavito butterbol, la sidra asturiana, las patatas dulces, las nueces italianas y los turrones de Alicante estaban divinos”.

La carta la firmaba un tal Jesús de Nazaret.