En un artículo anterior, afirmé que las revolucionarias repercusiones del Proyecto de Ley de Extinción de Dominio, nos alcanzan a todos.
Utilicé el término revolucionario en su más pura acepción de “cambio brusco y radical”, porque pienso que en caso de ser aprobada, eso es lo que representaría en nuestro ordenamiento jurídico esta pieza legislativa.
La “extinción de dominio” es lo mismo que decir extinción de propiedad. El derecho queda condicionado a tener origen y destino lícitos. De no reunir ambas condiciones, puede extinguirse en perjuicio del particular que figuraba como su propietario, para adjudicarse a favor del Estado, sin contraprestación alguna para el afectado.
Para aproximarse al entendimiento de esta iniciativa, es preciso desechar todos los sesgos, especialmente nuestro marco teórico-conceptual.
Su carácter sui generis nos obliga a pensar fuera de lo establecido.
Sin embargo, ese “out of the box thinking” tiene sus límites, que vienen dados por la Constitución de la República, cuyos preceptos no pueden ser descartados.
Por lo tanto, para encajar esta novedad en nuestro sistema, de manera sostenible y sin hacer más daño que bien, se requerirá de un fino instrumental quirúrgico, colocado en manos expertas.
En el ámbito latinoamericano, la institución jurídica de la extinción de dominio se gestó en Colombia, en el específico contexto fáctico de los cuantiosos bienes generados por el narcotráfico. Desde entonces, se ha extravasado a otras infracciones y otras jurisdicciones.
Es única en su especie: se desvincula de la configuración y funcionamiento normal del ordenamiento jurídico, para abrirle espacio a un juicio que teóricamente recae sobre el bien o la cosa mal habida o mal usada, independientemente de que le sea imputable a la persona física o jurídica que funge como su propietaria.
Nuestros sesgos conceptuales tienden a conducirnos a la idea de que la extinción es una sanción y que por lo tanto, está vinculada al propio comportamiento: si no delinquimos no seremos castigados; ergo, no perderemos nuestro patrimonio. Sin embargo, esa premisa es falsa.
La extinción se autodefine como un proceso que recae sobre el bien, prescindiendo de las características de la persona que es su propietaria, cuya comisión del delito no hay que probar. Incluso, la acción penal tendente a demostrar esa culpabilidad podría no perseguirse o podría terminar en una absolución, archivo, perención o prescripción, sin que esto tenga efecto alguno sobre la extinción de dominio. Un ejemplo: si contra alguien se ejerce una acción penal motivada por un delito tributario que luego se declara prescrito, la extinción de dominio del bien vinculado al mismo, podría continuar hasta su desenlace.
Es que cuando el Proyecto de Ley de Extinción de Dominio se refiere al origen ilícito de un bien, la noción se asemeja al pecado capital. Se considera que el derecho de propiedad nunca nació. En consecuencia, no es determinante el fallecimiento de su propietario inicial o que este lo haya traspasado a otros. Los efectos de la iniquidad se extienden por generaciones, porque además, la acción nunca prescribe. En términos simples, el Ministerio Público podrá pedir la extinción de la propiedad de cualquier bien, siempre que pueda reunir indicios de esa ilicitud de origen, así esta haya ocurrido en otros tiempos: por ejemplo, de un bien heredado.
En cuanto al destino ilícito, podría importar poco el honrado proceder de su propietario, si este no puede demostrar activamente su buena fe. Entender esto es de suma importancia.
Tomemos el caso de un inmueble arrendado, cuyo inquilino lo destina a una actividad ilícita. En primer lugar, las consecuencias de esa actividad ilícita cometida por un tercero, penderán sobre el propietario por veinte (20) años, arriesgando el inmueble. Si en ese largo lapso de tiempo, llega el infausto momento de un proceso de extinción, el juez apreciará soberanamente, no solamente si el propietario estaba enterado del ilícito sino tambien “si razonablemente debió haberlo estado”, según las circunstancias de ese momento.
En síntesis, el propietario tiene la carga dinámica de la prueba, ya sea de demostrar la legitimidad de sus derechos, si se trata de ilicitud de origen, o su buena fe, si se trata de destino ilícito. Esta buena fe se determinará en función del conjunto de circunstancias que permitan distinguir objetivamente -o sea, vistas desde fuera- si debe reputarse que este no estaba enterado del ilícito. Si esta presunción no se logra, puede perder la propiedad.
Lo anterior demuestra porque esta normativa nos atañe a todos.
Insisto en la indispensable contención de su ámbito. No es proporcionado que una herramienta tan poderosa aplique para todo tipo de infracción.
Quedan por tratar muchos aspectos retadores, entre ellos, los principios y derechos fundamentales concernidos.