Siendo niña, mi mamá Juana María Polanco me regaló una grabadora con la cual entrevisté a mi abuela Francisca Polanco. Le pedí que me narrara la historia familiar.

Era una tarde de abril a principios de los años ochenta. Mi abuela sentada en su mecedora de caoba originaria, yo a su vera, asiendo su mano, sumergida en un mar azul de recuerdos insoslayables.

Mi abuela narraba, yo escuchaba.

En lenguaje llano y sin remilgos me narró la historia de mi familia en el contexto social, político y cultural del país a través de las voces e imágenes de tres generaciones de mujeres que vivieron los tiempos de la “belle epoque”, la anarquía, las revueltas cívico-militares, el totalitarismo trujillista, la revolución de abril, la dictadura de Balaguer y los ensayos democráticos de los rojos, blancos y morados.

“A principios del siglo XX”, me dijo mi abuela, “vivíamos en armonía, comíamos lo que nos proporcionaba la tierra y compartíamos la comida con familiares y vecinas en cantinas de aluminio. Las ideas se expresaban en libertad, abundaban los convites de discusiones políticas y los periódicos daban cabida a las posturas disidentes. Era una época de mucha movilización socio-política y de divagaciones”.

Sonreí, emergieron en mi memoria las hermosas vivencias de mi infancia cuando, en pleno sol tropical, suena la sirena de las doce y mi mamá me dice que lleve la comida a mi abuela. Son unas cantinas grandes con la bandera dominicana (arroz, habichuelas, bistec, plátanos amarillos fritos y ensalada verde). Al llegar donde mi abuela, a sólo 5 cuadras de mi casa, ella le prepara a mi mamá otra cantina, igual de grande, con pato guisado, moro de habichuelas negras, ensalada mixta y casabe. El plato del día es variado, abundan el pescado, el bacalao, el chivo guisado, la guinea, la gallina y el pollo criollos, los guandules, las habichuelas, las arvejas, las habas y las ensaladas. Era la época de la dictadura balaguerista, la gente protestaba en las calles y la guardia disparaba. Fue así como vi el primer casquillo de bala caer en el patio de la casa.

Mi abuela Francisca Polanco era una narradora espléndida. Con ella recibí mis primeras lecciones de sociología a través de la historia oral, la que se dice sin dobleces, con responsabilidad y sin atisbos de vergüenza. “Durante la dictadura de Trujillo hubo muchos muertos”, me dijo, “Trujillo mataba a todos sus opositores, el pueblo veía y callaba”. “Trujillo no le daba tregua a los ladrones, les cortaba las manos y los asesinaba. Era una época de mucho silencio. Yo a penas me enteraba de lo que pasaba en el país y en el mundo porque tenía una radio de onda corta escondida debajo de mi mecedora, por donde oía las noticias bajitico. Trabajábamos mucho, lavando, almidonando y planchando a carbón la ropa blanca de los varones de la familia y de algunos ricos de la aristocracia local. Nos pagaban centavos por una ardua faena de todo un día que empezaba a las 5:00 de la mañana y terminaba a las 5:00 de la tarde. La comida del pobre era barata: un pedazo de chicharrón con plátanos costaba 2 centavos”.

Mi bisabuela Juana Polanco fue la mentora de mi mamá, la enseñó a articular su pensamiento político y a bordar su bagaje cultural. Ella le enseñó la importancia de la economía doméstica para hacer rendir el dinero, el buen gusto en la mesa y la libertad de movimiento que como mujer ella debía siempre tener aún en tiempos totalitarios para educarse, ayudar en el trabajo familiar y hacer diligencias en tiendas y almacenes.

“Durante el trujillismo”, me narró mi madre Juana María Polanco, “la educación secundaria era un privilegio de ricos, a los pobres sólo se les permitía estudiar hasta el 5to y 8vo grados. Tal fue el caso de tu papá y yo que sólo completamos el octavo, luego él estudió contabilidad y mecanografía en la academia e instalamos la nuestra donde, como tú recuerdas, yo aprendí mecanografía. Sí, con tu padre, él me enseñó. Con el fruto de nuestro amor y nuestro empeño formamos y alimentamos nuestra familia. Una familia de emprendedores, como tú Yaque. La educación era rigurosa. El desayuno escolar era espléndido: leche de vaca, queso suizo, frutas, pan y chocolate”.

Mi madre, quien falleció siendo abuela y bisabuela, fue una gran educadora. Me alfabetizó a los dos años y en la infancia me enseñó a ser maestra en la escuelita nido en la que ella, siendo aún muy joven, instruyó a niñas y niños pobres del barrio al precio simbólico de 5 centavos. Recuerdo que mi mamá impartía las clases de pre-escolar y primaria y yo enseñaba a las niñas y niños a leer y a escribir sus nombres y apellidos con los lápices y cuadernos que mi mamá les compraba con los cinco centavos que aportaban sus madres. Cortaban los cuadernos y los lápices por la mitad y las borras eran cuadradas y duraderas, las usábamos durante el año escolar, las limpiábamos y las guardábamos para el año siguiente. Por las noches, mi mamá, que era una educadora por entrenamiento y vocación, daba clases gratis en la escuela pública del barrio en donde alfabetizó a personas adultas y formó a personas de su propia generación.

¡Qué bellas letras tiene mi mamá! A mi me enseñaron a escribir la caligrafía Palmer. ¡Qué gran maestro es Austin Palmer! ¡Qué veloz era mi padre en la maquinilla de escribir y qué precisión! Con las hojas blancas y el papel carbón escribía innumerables cartas como Gran Secretario de la logia. Yo era su asistente y él decía: “Yaque, tu eres más ágil que yo” y yo le decía, “usted padre, usted”. Por eso, cuando en los años ochenta empecé a ver las películas de Almodovar en Madrid, me encantaba la proyección en primer plano y al inicio de su máquina de escribir, como la de mi papá. La mía era pequeña como las lap tops de hoy en día. ¡Qué gran cineasta es Pedro Almodovar, un gran maestro!

Las mujeres de mi familia dominicana vivieron en tres generaciones durante las cuales amamantaron y educaron a hijas e hijos, nietas y nietos, biznietos y biznietas. Ellas nos cuentan las vidas y milagros de los tatarabuelos. Al igual que mi mamá que impartió docencia gratuita en una institución pública durante la movilización social y política de los años sesenta, ellas fueron todas mujeres emprendedoras que hicieron su trabajo por cuenta propia, contribuyendo así al auge del sector servicios y los “entrepreneurs”. Ninguna de ellas recibió los plácemes de caudillos, sátrapas y dictadores.

Ellas, que compartieron el pan de la enseñanza con los demás, ellas son mis abuelas, las abuelas.